Contra lo que suele pensarse, el mundo sefardí no se formó de golpe, a raíz de la expulsión de los judíos de los reinos de Castilla y de Aragón decretada por los Reyes Católicos en 1492. Muy al contrario, se fue construyendo y sedimentando a lo largo de más de dos siglos y medio; se desarrolló durante otros dos siglos y medio; y otro siglo entero (el xx) asistió a su progresivo desmembramiento y disolución, aunque aún pervivan restos de esa cultura sefardita que se extendió por diversos países de la Europa occidental y de las riberas del Mediterráneo.
Cerca de seis siglos
Del cómputo anterior no resultan los cinco siglos tópicos que suelen considerarse desde la Expulsión hasta nuestros días, sino cerca de seis siglos. Y es que el éxodo de los judíos de Sefarad se inició por lo menos cien años antes del decreto de los Reyes Católicos: cuando, tras un tormentoso siglo xiv lleno de zozobras, en el que la situación de los judíos de la Península Ibérica se va deteriorando y haciendo cada vez más precaria, por fin estalla la oleada de asaltos a juderías y de matanzas de 1391. Ya entonces varias comunidades judías desaparecieron, muchos optaron por la conversión forzada como ilusoria salida de sus penurias, y otros emprendieron el éxodo y fueron a refugiarse, sobre todo, en el reino de Marruecos, donde ya existían comunidades judías que los acogieron.
Un siglo después se produjo el exilio masivo de los expulsos, que fueron a refugiarse donde pudieron: en las comunidades norteafricanas, en Portugal, en algunas zonas del sur de Francia, de Italia y en las tierras del Imperio Otomano. A los que escogieron Portugal como destino, la tierra de asilo les duró poco: sólo cinco años después, en 1497, el rey don Manuel de Portugal casa con la infanta Isabel, hija de los Reyes Católicos, en cuyas capitulaciones matrimoniales se incluye que el reino portugués quede limpio de «infieles»; en consecuencia, don Manuel decreta la expulsión de los judíos, pero luego corrige su postura y opta por obligarlos a la conversión.
Esa conversión forzada, unida a la inexistencia de Inquisición en Portugal por aquellas fechas (no se implantó en ese reino hasta 1536), propició la formación de una comunidad de conversos criptojudíos, que durante generaciones siguieron practicando a escondidas su antigua religión. Esos conversos criptojudíos (llamados cristaos novos en Portugal y, despectivamente, marranos en España) fueron el germen de comunidades judías como las de Amberes y Amsterdam en los Países Bajos, Hamburgo en Alemania, Ferrara en Italia o Burdeos en Francia: asentados en esos lugares en calidad de comerciantes extranjeros (en los Países Bajos eran oficialmente la nación portuguesa), desarrollaron una sociedad un tanto esquizofrénica, con un pie en la cultura hispánica de la Contrarreforma y otro en la sinagoga, pasando de cristianos nuevos a judíos nuevos (y en el caso de algunos personajes, cuya biografía parece una novela, llevando una auténtica doble vida como una y otra cosa).
Durante todo el siglo xvi y buena parte del xvii, estos judíos nuevos mantuvieron estrechas relaciones con las comunidades judías constituidas en el Imperio Otomano y del Norte de África, y en numerosos casos se integraron en ellas. Por tanto, el mundo sefardí de Oriente y el norteafricano siguieron recibiendo un continuo goteo de conversos vueltos al judaísmo. Por eso se dice que el mundo sefardí siguió formándose y consolidándose a lo largo de todo ese tiempo.
Dos grandes grupos
Ni que decir tiene que la literatura sefardí fue creciendo al ritmo del devenir histórico de las comunidades sefarditas. Resulta significativo comprobar que las primeras producciones literarias de los sefardíes occidentales (es decir, de los asentados en países del Occidente europeo) pueden dividirse en dos grandes grupos: por un lado, una serie de obras (poéticas, narrativas o teatrales) conforme a los usos y gustos literarios de la época, y que en muy poco se diferencian de la literatura renacentista o barroca que se cultiva por las mismas fechas en la Península Ibérica; por otro, están una serie de obras de contenido específicamente judío, escritas en castellano, portugués o hebreo, y encaminadas a la práctica religiosa: oracionales y libros de liturgia (en los que muchas veces, junto al texto hebreo, se imprime una traducción literal en lengua romance), tratados de moral o de mística (cuyo cultivo alcanzó altas cotas entre los expulsos durante el siglo xvi) y una traducción de la Biblia (la Biblia de Ferrara, impresa por un grupo de criptojudíos hispanoportugueses en esta ciudad italiana en 1553, que se reeditará varias veces en las prensas de Amsterdam a lo largo del siglo xvii). Algunas de estas obras —como la misma Biblia de Ferrara— se concibieron como material para la formación de los conversos de segunda o tercera generación, ya muy alejados de los conocimientos y prácticas del judaísmo y desconocedores de la lengua hebrea, que precisaban de esos instrumentos para ilustrarse sobre la religión de sus mayores, a la que volvían desde su estatus de cristianos nuevos.
De la producción literaria en lengua romance de los sefardíes de Oriente y del Norte de África por las mismas fechas poca noticia nos ha quedado: la excepción es Moshé Almosnino, un rabino de Salónica del siglo xvi, autor de un tratado de moral y una crónica de los reyes otomanos, que se expresa en un elegante castellano en el que ya apuntan algunos rasgos de lo que un par de siglos después sería el dialecto judeoespañol de Oriente. Nada sabemos de qué literatura escribían o consumían los sefardíes norteafricanos por la misma época, aunque es más que probable que les llegasen impresos de sus correligionarios de los Países Bajos y quizá de Italia.
El siglo xvii es un profundo silencio en la literatura sefardí oriental y norteafricana: no conocemos ni una sola obra ni un autor en lengua romance. Sin duda debió haber una continuidad entre la producción literaria de los judíos expulsos de la Península y la eclosión de la literatura sefardí que se produce en el siglo xviii, pero lo cierto es que no nos ha quedado ni un resto de ello. Semejante anomalía se ha querido explicar por la profunda crisis espiritual y cultural que en el mundo judío en general —y en el sefardí en particular— produce el fracaso del movimiento promovido por Sabetay Çeví, un sefardí de Esmirna que se proclamó mesías en 1665, consiguió gran número de seguidores y el apoyo de varios notables sefarditas, y acabó convirtiéndose al islamismo en 1666, ante las presiones del sultán otomano Mehmed IV. El fracaso sabetaico produjo una regresión cultural en el ámbito sefardita, con una orientación más elitista de la enseñanza del hebreo y de los conocimientos propios del judaísmo —en parte, el éxito popular del falso mesías fue achacado a la excesiva afición del vulgo mal formado por los conocimientos místicos y esotéricos—, y no sabemos si incluso la retirada de la circulación de libros y manuscritos susceptibles de haber abonado el éxito del movimiento mesiánico.
Florecimiento
Paradójicamente, ello propició el florecimiento de la literatura sefardí en judeoespañol desde la tercera década del siglo xviii. Ese florecimiento parece provenir de la iniciativa calculada de una elite de intelectuales del entorno de Estambul, con formación rabínica (y, por consiguiente, con un buen conocimiento del hebreo, que les permite el acceso a las fuentes literarias judías), que emprenden una auténtica labor divulgadora entre sus correligionarios de las clases menos ilustradas. Como, a esas alturas, la mayor parte de los sefardíes —con la excepción de unos pocos hombres cultos— desconocen la lengua hebrea, la nueva literatura sefardí ha de expresarse en la lengua común a todos: un romance derivado del castellano de finales del siglo xv, al que —aparte de la evolución interna esperable en una lengua a lo largo de más de dos siglos— han venido a incorporarse numerosos préstamos léxicos y morfosintácticos de otras lenguas románicas (el portugués, el catalán, el italiano), del hebreo y de lenguas en contacto (como el turco o el griego). La existencia de imprenta hebrea en el Imperio Otomano propiciará que esa literatura encuentre facilidad para transmitirse no sólo a través de manuscritos y oralmente, sino muy especialmente en impresos aljamiados —es decir, escritos en lengua romance pero con caracteres hebreos—, que salían de las prensas de Estambul, Salónica, Esmirna, Jerusalén y otras ciudades del Imperio; desde las prensas sefardíes de Liorna y otras ciudades se exportaron además libros aljamiados a las comunidades norteafricanas.
La literatura que en ese entorno nace se orienta, muy reveladoramente, a la práctica religiosa, sobre todo a la lectura y al canto en el ámbito doméstico que tan importante es en el judaísmo, tanto con motivo de la celebración del sabat como en las festividades del ciclo litúrgico anual o en las del ciclo vital. Así, se publica una nueva traducción de la Biblia (la de Abraham Asá), que viene a sustituir a la de Ferrara, cuya lengua era al parecer sentida como demasiado arcaizante y lejana por los sefardíes del siglo xviii; se realiza el ambicioso proyecto de un comentario bíblico en judeoespañol (el Me‘am lo‘ez, iniciado por el rabino Ya‘acob ben Meir Julí y continuado por varios de sus seguidores), que se convirtió en una pieza clave de la cultura sefardita hasta el mismo siglo xx, ya que era costumbre leerlo por fragmentos en voz alta en las veladas domésticas del sabat y las fiestas; y, sobre todo, se revitaliza un género poético, de poesía estrófica destinada al canto, que según todos los indicios había existido ya entre los judíos medievales en la Península y que ahora vive un auténtico resurgimiento bajo el título genérico de coplas. Las coplas sefardíes, muchas de ellas compuestas para ser cantadas en familia con motivo de celebraciones religiosas, e inspiradas con frecuencia en historias de la Biblia o en la comentarística rabínica, constituyen seguramente la aportación más característica de la poesía sefardí desde el siglo xviii hasta el xx; porque el género, sentido como patrimonial por los propios sefardíes, seguirá vivo, con nuevas aportaciones (cada vez más profanas) a lo largo del siglo xix y parte del xx.
Secularización
A partir de mediados del siglo xix, es la secularización o laicización de la vida lo que marca la evolución de la literatura sefardí. No es que no sigan cultivándose los géneros patrimoniales, de raíz y funcionalidad religiosa. Pero ahora —bajo la influencia de una serie de cambios socioculturales, políticos y educativos— entra con fuerza la literatura profana. El mismo género de las coplas acoge, bajo las mismas formas métricas y procedimientos retóricos, muchos temas históricos, satíricos o noticieros que nada tienen de religiosos. Y, por imitación de las literaturas del occidente europeo, empiezan a cultivarse una serie de géneros literarios sin tradición anterior en la literatura judía: son los llamados géneros adoptados, como el periodismo, el teatro, la novela, el ensayo o un nuevo tipo de poesía que se aparta de los moldes tradicionales e imita a la occidental.
El transcurso del siglo xx fue marcando la decadencia y el desmembramiento del mundo sefardí tradicional. No sólo porque el acceso a la educación a la manera occidental (y, especialmente, a la educación francesa y en francés) supuso un cierto proceso de aculturación con respecto a la cultura tradicional, sino por el propio desmantelamiento de las comunidades sefardíes: la caída del Imperio Otomano y el auge de los nacionalismos balcánicos, la primera guerra mundial, catástrofes como el incendio de Salónica de 1917, las crisis económicas de los años veinte, la segunda guerra mundial y el nazismo, la fundación del Estado de Israel, la independencia de Marruecos, fueron algunos de los acontecimientos históricos que produjeron —cuando no el exterminio de comunidades enteras— la emigración sefardí fuera de sus lugares de origen, la formación de comunidades sefarditas en nuevos lugares (de América del Norte y del Sur, de Israel, de diversos países europeos) y la destrucción del mundo sefardí tradicional en el que se había desarrollado y había tenido su función esta literatura.
Todavía hoy existen hablantes de judeoespañol en Grecia, Turquía, América o Israel; incluso en Israel y en algunos países europeos se imparten clases de judeoespañol, a las que asisten —aparte de hispanistas y lingüistas— sefardíes deseosos de recuperar una lengua que fue la de sus padres y que ellos ya desconocen. Algunos autores siguen voluntariosamente cultivando la creación literaria en lengua sefardí; entre estos, resulta significativo que el género más cultivado sea la poesía (más íntimo y personal, que puede escribirse como desahogo personal dirigido a un pequeño sector escogido) y mucho menos la narrativa o el teatro (géneros que exigen un público receptor relativamente amplio para alcanzar su verdadera función). Recientemente se ha creado en Israel una Autoridad Nacional del Ladino, organismo oficial cuya misión es velar por el patrimonio de la lengua sefardí y fomentar su conocimiento y su uso cotidiano y literario.
Pero la realidad resulta dolorosamente reveladora cuando uno se encuentra cara a cara con ella. No es sólo que existan poquísimos sefardíes menores de cuarenta y cinco años capaces de hablar judeoespañol. En un reciente encuentro con sefardíes pude constatar que varios de ellos eran capaces de expresarse perfectamente en judeoespañol cuando hablaban entre sí; pero cuando se dirigían a mí lo hacían en inglés, como si un extraño pudor les impidiese dirigirse en su propia lengua a una española de España, cuya norma lingüística les parecía a ellos más prestigiosa. Tenían, en el fondo, la impresión de que hablaban una lengua distinta de la mía, o bien un español malo y deteriorado. Me resultó difícil convencerles —no sé si lo conseguí del todo— de que hablábamos el mismo idioma y de que su variedad del español me parecía a mí tan elegante y digna de consideración como la que se utiliza en Argentina, en México, en Sevilla o en las islas Canarias. Sólo si sus propios hablantes son capaces de apreciar su validez y su belleza, puede esperarle a la lengua sefardí una continuidad en la vida y en la literatura.
P. D.-M.—UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO
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