INSULA

Sobre ilegibilidad y 'mala' escritura en Hispanoamérica
Número 777 . Septiembre 2011

 
 

Julio Prieto / Sobre ilegibilidad y 'mala' escritura en Hispanoamérica


 

Though this be madness, yet there is method in’t.

Hamlet II, 2.


Una escena familiar. El principio podría ser un recuerdo: ¡Picasso no sabe pintar! —dice una voz familiar tal vez espiando por encima del hombro mientras hojeamos un libro de arte moderno. En esta opinión condenatoria, cuyos ecos no dejan de resonar en diversos ámbitos de la cultura contemporánea, se resume un sentimiento que acompaña a la modernidad artística desde sus orígenes, y que no deberíamos apresurarnos a reducir al conflicto generacional (la sempiterna lucha entre antiguos y modernos) o a una falta de «ilustración» del gusto popular. Jorge Luis Borges, por ejemplo, desde una circunstancia en principio alejada de ese gusto, llegó a coincidir en lo esencial con esa opinión, aunque hay que reconocer que en su caso la hostilidad hacia el arte moderno se expresaba de forma más sofisticada. Así cuando, con Adolfo Bioy Casares, dedica irónicamente sus Crónicas de Bustos Domecq a Joyce, Picasso y Le Corbusier, «esos tres grandes olvidados». Picasso pinta mal, Proust es tedioso, Joyce ilegible... La incomprensión o el rechazo ante un arte que pone en evidencia una falta —que se pone a sí mismo en evidencia en la falta— es una escena primaria de la modernidad. Algo falta ahí, algo falla —algo, pintar o escribir, se hace «mal»— y esa conciencia no es accidental, sino que estaría en la raíz de un arte que desde su concepción la solicita, la pone en escena. La lógica de la modernidad en cierto modo excluye lo «bueno». En el arte moderno no se busca lo bueno, sino lo mejor —¿y qué mejor que lo nuevo?—. Hacerlo «mal» es uno de los modos en que se manifiesta este continuo «mejor» que determina el campo cultural moderno. El arte y la cultura del siglo xx abundan en «malas» maneras, estilos de «hacerlo mal»: escrituras agramaticales o ilegibles, músicas disonantes o arrítmicas, cuadros y novelas donde no se ve o se cuenta nada, que están dejando de ser novela o cuadro. En esta escena no es imposible, sino en cierto modo congruente (pero Borges y la opinión popular disentirían), que Picasso sea «mejor» que Velázquez, Godard «mejor» que John Ford o South Park «mejor» que Walt Disney. Según esta lógica, César Vallejo escribe «mejor» que Rubén Darío, y César Aira «mejor» que Borges. «Lo mejor es enemigo de lo bueno», dice un proverbio francés.

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Lo bueno de escribir mal. Valéry razona: «El ídolo de lo nuevo es contrario al cuidado de la forma». Ahora bien, en las críticas ilustradas del arte moderno como las que ponen en juego Borges o Valéry (y en las manifestaciones menos premeditadas de la opinión popular) hay una falacia implícita, que radicaría en ignorar que en la escena moderna el «hacerlo mal» implica un específico cuidado. Cuando Macedonio Fernández propugna «escribir mal y pobre» o Beckett o Gombrowicz proponen explorar la ficción por el lado de su «pobreza» o «inmadurez », no están desentendiéndose de la forma, sino bregando con ella: cuidándose mucho de hacerlo bien, solicitan atención a un cierto cuidado de lo «malo». Para decirlo con Shakespeare, en la «sinrazón» de la ilegibilidad o el escribir «mal» —pasión hamletiana— no es imposible sospechar fingimiento y cálculo —una intención o una estrategia más o menos velada—. No es que la escena moderna excluya el juicio estético, pero sí que lo complica, pues la cuestión ya no sería si algo en arte es bueno o malo, sino que ahora se trataría de discernir las mutaciones de lo bueno engendradas por las calidades de lo «malo». Empezando —primera y fundamental mutación— por la necesidad de replantear la misma noción de arte o de literatura. Es decir, ya no se trataría de cómo enjuiciar esta o aquella obra, sino de cómo la obra sometería a juicio las categorías «arte» y «literatura» —de cómo la obra llevaría a juicio lo estético—. De ahí el valor paradojal de lo moderno. Pues lo «bueno» en esta escena —lo bueno de escribir mal— pondría en juego un modo de dejar de ser: cómo la obra estaría dejando de ser novela, relato o cuadro —como dejaría de ser «obra de arte» o «de literatura» (para volverlo a ser quizá en otro lugar, de otra manera). Una variante de este argumento sostendría que lo «bueno» siempre estuvo determinado por su suelo histórico, y que la modernidad designaría no tanto la época cuanto la conciencia de esa historicidad, así como lo «clásico» sería menos un periodo o un estilo que la actitud de descreer de esa historicidad. Cuestión decididamente compleja, pues por otra parte, si hablamos de ficciones sin anécdota o de caídas de lo estético en una conciencia histórica, ¿qué sería más moderno que La soirée avec M. Teste o que «Pierre Menard, autor del Quijote»?

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Trayectorias críticas. Leer la ilegibilidad y las «malas» escrituras en Hispanoamérica importaría entonces y ante todo como proyecto de historia cultural y literaria: como estrategia para aproximarnos a una de las historias de la modernidad —una de las más aleccionadoras, quizá en virtud de su condición «periférica»: pero ya se sabe, desde Joyce, Kafka o Borges, de la propensión de los márgenes a devenir insospechadamente centrales. Los trabajos aquí reunidos arrojan luz sobre esa historia desde diversos ángulos teóricos, a la vez que iluminan una serie de categorías y cuestiones que recorren la reflexión y el debate cultural contemporáneos: cuestiones como la autonomía del discurso literario, la relación entre literatura y medios masivos, entre ficción e historia, entre literatura y filosofía, entre escritura y artes visuales. Categorías como «vanguardias», «postmodernidad», «realismo », «romanticismo», que forman parte del lenguaje crítico indispensable para pensar esas cuestiones, son revisitadas desde distintos flancos a partir de las perspectivas que abre el examen de las prácticas y discursos de mala escritura. Como todo concepto demasiado gastado por el uso, esas categorías están siempre expuestas al riesgo de la fosilización —de devenir insignificantes, cuando no de servir de pretexto para reducir el ejercicio de la crítica al pírrico consuelo de la taxonomía o a reiterar las inercias de la periodización. Una lectura atenta a las estelas de ilegibilidad que recorren el siglo xx permite entrever las redes de huellas, vasos comunicantes y desvíos que traman configuraciones «vanguardistas», «postmodernas», «románticas» o «realistas» de los discursos y prácticas de mala escritura. No se trataría, entonces, de prescindir de dichas categorías —como nos recuerda Ireneo Funes, generalizar es hasta cierto punto necesario para poder pensar—, sino de devolverles un cierto grado de nitidez y operatividad para la discusión —de sacudirles el polvo, por así decir, y observar al contraluz de su devenir histórico sus irisaciones y trayectorias de caída.

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Rabie Garcilaso. Puesto que hablamos de literatura (aunque el análisis podría extenderse a otras artes y medios, y de hecho una de las vertientes de esta discusión implicaría cómo la literatura se mueve hacia o entre otras artes y medios), la indagación de un escribir «mal» en Hispanoamérica atañe a los modelos de corrección lingüística y a los cruces de literatura, lengua e identidad cultural que intervienen en la configuración de paradigmas literarios en el ámbito hispánico. Lejos de perpetuar el prejuicio según el cual la integridad del idioma se disiparía en la periferia, se trataría de rastrear la inflexión hispanoamericana de un escribir «mal» a partir de la libertad que otorga al trabajo literario con el idioma la perspectiva de una región limítrofe o de «frontera ». Interrogar la especificidad de la tradición moderna tal y como se desarrolla en las condiciones culturales de la periferia implicaría ver cómo el vector de la modernidad converge con una tradición específicamente latinoamericana que se inscribe en las derivaciones de un imaginario post-colonial. Por esta vertiente las prácticas de ilegibilidad y «mala» escritura que recorren las letras hispanoamericanas del siglo xx se remontan a una escena fundacional: el debate sobre la lengua entre Bello y Sarmiento, que opone a mediados del siglo xix un modelo «clásico» de fidelidad lingüística al español académico (Bello) a una afirmación «romántica» de la diferencia vernácula —una lengua «incorrecta» que en su juvenil rebeldía y ruptura con los códigos de la metrópoli sería a la vez más «propia» y acorde con las aspiraciones de una nación nueva—. Sarmiento expresa esta posición, en 1842, así: «Cambiad de estudios, y en lugar de ocuparos de las formas, de la pureza de las palabras, de lo redondeado de las frases, de lo que dijo Cervantes o Fray Luis de León, adquirid ideas de donde quiera que vengan [...] que eso será bueno en el fondo, aunque a veces sea inexacto: agradará al lector, aunque rabie Garcilaso. Entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza».

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Preludio romántico. El modelo estético implícito en Sarmiento tendrá larga descendencia en las letras hispanoamericanas del siglo xx. La propuesta de una «belleza defectuosa», de una literatura que se escribe «mal» —vívidamente plasmada en ese baggy monster que es el Facundo, no ya tanto por la vertiente de un uso anti-académico de la lengua cuanto en términos de género y cohesión discursiva— remite directamente a las inclinaciones estéticas del romanticismo. Dice Novalis: «Nada más poético que las mutaciones y las mezclas heterogéneas». Tanto por la reivindicación de formas «imperfectas » o «abiertas» como de un modelo dinámico de hibridación y puesta en movimiento de géneros, medios y discursos —proyecto, en última instancia, de puesta en contacto de la literatura con su(s) afuera(s) extraestético( s), de hacer dialogar arte y vida—, las «malas» escrituras que atraviesan el siglo xx, frente a los modelos de contención y economía «clásica» asentados como paradigmas de buena literatura, pueden verse como variaciones y recurrencias de un tema que Friedrich Schlegel dejó formulado en 1798 en uno de los fragmentos del Athenäum: «La poesía romántica es una poesía universal progresiva. Su aspiración no solo es volver a unir los distintos géneros literarios y poner en contacto la literatura con la filosofía y la retórica. Quiere y debe también mezclar y fundir poesía y prosa, inspiración y crítica, poesía natural y artificial, hacer de la literatura algo vivo y sociable, y de la vida y de la sociedad algo poético». Medio siglo después estas palabras resuenan en Sarmiento, precursor y preludio, por la vertiente romántica de la «poesía universal progresiva», de Macedonio Fernández, de César Vallejo, de Mario Levrero...

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Después de Borges. Las «malas» escrituras hispanoamericanas permiten rastrear una cierta línea post-borgeana en la literatura del siglo xx. En cierto modo, desde la perspectiva de la tradición hispanoamericana, las «malas» escrituras serían la onda expansiva producida en esa tradición por una singularidad (en el sentido astronómico del término) del calibre de la literatura borgeana. Ahora bien, reducir esa línea post-borgeana a la mera negación de Borges sería una gruesa simplificación. Rubén Darío tuvo brillantes discípulos e imitadores que desarrollaron las posibilidades de un estilo: a esa ars combinatoria hoy la llamamos «modernismo». Borges ha dejado tras de sí una estela de fieles impugnadores y adictos polemistas —una saga de heterodoxias que, en la misma medida que trazan una línea de mala escritura que se talla por el envés de la dicción clásica de Borges, por otro lado prolongan ciertas actitudes y propensiones (algunas de ellas, inequívocamente modernas) del modelo borgeano—. Curiosamente, en la literatura moderna en español, Borges es el más elocuente detractor del «escribir mal» y su precursor más secreto. Habría que explorar más de cerca el papel de Borges como precursor de malas escrituras, más allá de su condición de término a quo o antagonista retórico a partir del cual aquellas se definirían. Y ello no solo en el sentido de una versatilidad creativa que propondría muchas caras —Borges escribió «El Aleph», pero también (al menos en parte) «La fiesta del monstruo»—, o en el más explícito de haber cultivado el «escribir mal» en sus obras en colaboración, o aun de haber acuñado una serie de figuras de larga sombra para las prácticas de mala escritura (la productividad de la «mala» traducción, la copia que mejora el original, las anacronismos deliberados y las atribuciones erróneas, la narración anémica en intriga, etc.). Más allá de todo esto habría que rescatar un sentido en que la mala escritura no sería posterior a Borges, sino más bien anterior y aun contemporánea. La mala escritura está inscrita en el corazón de un estilo clásico que Borges presenta como la conquista de una larga carrera literaria de depuración y corrección de sus instintos como escritor —su tendencia al barroquismo, al exceso verbal, que Bioy no deja de comprobar en la redacción de sus escritos en colaboración, según registra repetidas veces en su diario—. La letra clásica de Borges lleva inscrita en el envés de su trazo una prehistoria de mala escritura —errores que se dejan atrás como el barroquismo, la «superstición de lo nuevo», la impostación de criollismos (que le llevará a promover manierismos ortográficos como «caridá», etc.). Errores o faltas que se reprimen y que intermitentemente se transparentan por debajo de la buena letra —la mala escritura sería lo que no deja de retornar en la buena, dotándola de cierta cualidad espectral—. Lo interesante del caso sería el momento en que en esa narrativa del estilo se produce, por así decir, una interferencia genérica, y pasamos del modo autobiográfico al género dramático: es decir, el momento en que la conquista del estilo pasa de ser una lucha consigo mismo a configurarse en forma de diálogo con otro. Ese momento dramático está señalado en su escritura por la aparición de Macedonio Fernández: es un momento decisivo, pues más allá de su protagonismo en cierta mitología borgeana, la relevancia de Macedonio vendría dada por su intervención como soterrado interlocutor y antagonista estético. En ese diálogo histórico, cuyo tramo más intenso se extiende entre 1920 y 1940, las estrategias literarias circulan en un bucle de contornos móviles y vigilancias recíprocas que hace que pierda relevancia la lógica de lo anterior/posterior: la «mala» escritura de Macedonio es una formación reactiva en cuanto a la «buena» de Borges en la misma medida que esta se configura como tal en continua interacción con aquella. En la actualidad de ese diálogo, recurrentemente reactivado en la literatura de nuestro tiempo, están ya trazadas las líneas de escritura que van a determinar la tradición moderna en Hispanoamérica. De modo que podríamos decir que la mala escritura se despliega en Macedonio, ese escritor que Borges confesó haber imitado «hasta el apasionado y devoto plagio», así como está in nuce o replegada en Borges, ese autor que de tanto citar a Macedonio llevó a este a comenzar a ser, en sus propias palabras, «el autor de lo mejor que Borges había producido».

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¿Desde dónde decir Hispanoamérica? Una serie de circunstancias en las que intervienen los azares de la biografía, estudios, amistades y afinidades electivas han colaborado para otorgarle aquí cierto protagonismo a la literatura del Río de la Plata. Privilegiar una perspectiva rioplatense para abordar el tema propuesto tal vez no sea injustificable —en términos históricos, el Río de la Plata es de hecho uno de los focos de más intensa producción de discursos y prácticas de mala escritura—, pero en cualquier caso habría que evitar la impresión de que esa sería la única perspectiva posible. Para decirlo con Ricardo Piglia: ¿hay una historia? En la postulación de toda historia habría que considerar el margen de productividad que se abriría en su posibilidad de devenir o enlazar con otra(s). Lo interesante sería ver los puntos de cruce o de sutura de la(s) historia(s). La confabulación de ilegibilidad y mala escritura, en cuanto rasgo configurador de las literaturas modernas (incluyendo sus avatares post-), implicaría por ejemplo la historia que, más allá de la inflexiones específicamente hispanoamericanas aquí examinadas, trazarían las configuraciones transatlánticas de este tema en el ámbito hispánico y en la literatura española en particular. Para hacer justicia a la multiplicidad de esta(s) historia(s) sin duda habría que ir más lejos de lo que nos es posible aquí, si bien se podrían esbozar algunas trayectorias. ¿Qué líneas, por ejemplo, se cruzarían entre el escribir «mal y pobre» de Macedonio Fernández y la prosa desaliñada y errática de Ramón Gómez de la Serna? ¿O, para no abandonar la constelación histórica de las vanguardias, entre textos como «Tachas» del mexicano Efrén Hernández, «Nadie encendía las lámparas » del uruguayo Felisberto Hernández y «Luz lateral» del ecuatoriano Pablo Palacio? ¿Entre el «cine imperfecto» del cubano Julio García Espinosa y la «estética del hambre» del brasileño Glauber Rocha? ¿Entre los paisajes de abandono y «nuda vida» de la chilena Diamela Eltit y la brasileña Clarice Lispector? ¿O bien, por la vía de la deriva de los imaginarios geopolíticos y nacionales, entre Transatlántico de Witold Gombrowicz, París de Mario Levrero y Austria- Hungría de Néstor Perlongher? Una cosa es innegable: para que haya una historia (o varias) hay que empezar a leer por algún lugar. Un punto de partida, un comienzo: es lo que se propone aquí.

J. P.—UNIVERSITÄT POTSDAM

Bibliografía mínima

Bersani, L. & Dutoit, U. (1993): Arts of Impoverishment, Cambridge, Harvard UP.

Bioy Casares, A. (2006): Borges, Barcelona, Destino.

Deleuze, G. y Guattari, F. (1975): Kafka: pour une littérature mineure, Paris, Éditions de Minuit.

Ette, O. (2005): Literatura en movimiento, Madrid, CSIC.

Ortega, J. (1986): La teoría poética de César Vallejo, Providence, Del Sol.

Prieto, J. (2010): De la sombrología: seis comienzos en busca de Macedonio Fernández, Frankurt, Iberoamericana-Vervuert.

Sarlo, B. (1988): Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930. Buenos Aires: Nueva Visión.

Sontag, S. (1969): Styles of Radical Will, Dell Publishing Co.

Speranza, G. (2006): Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp, Barcelona, Anagrama.

 
 
 
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