Dieciocho libros publicados entre novelas, volúmenes
de relatos y ensayos, junto a una larga lista de premios y
reconocimientos sitúan a Ignacio Martínez de Pisón en un primer
plano de las letras españolas.
Las presentes líneas tienen por objeto ofrecer un
recorrido a lo largo de esta dilatada trayectoria narrativa,
deteniéndonos en algunas de sus obsesiones más recurrentes
—los círculos concéntricos sobre los que se estructura la
obra del escritor aragonés—, así como las desviaciones, los
quiebros y saltos con respecto a esas mismas constantes, pues si
bien los textos de Martínez de Pisón comparten un evidente aire de
familia, es imposible no constatar la originalidad de cada una de
sus producciones.
La imaginación como refugio
Una de esas constantes es la dualidad realidad/ deseo
que recorre toda la narrativa del autor, en la medida en que sus
personajes se debaten entre aceptar sus existencias grises y
vulgares, y buscar refugio en la imaginación. Pero es sobre todo en
las primeras novelas de Martínez de Pisón donde el contraste entre
estas dos posibilidades alcanza un carácter plenamente estructural.
La ternura del dragón (1984), las dos novelas cortas que integran
Antofagasta (1987) y, por último, Nuevo plano de la ciudad secreta
(1992) se construyen sobre opuestos casi siempre irreconciliables:
la vida que sus protagonistas ansían tener (trascendente,
aventurera, orientada al arte) y la que, en verdad, les ha tocado
vivir (chata, aburrida, irremediablemente pegada a lo real).
Frente a relatos posteriores, estos poseen una
ambientación contemporánea con respecto a la fecha de su
publicación, aunque con frecuentes idas al pasado de los
personajes, lo que nos suele llevar a la que en adelante será la
época predilecta del autor: los últimos años del franquismo y el
periodo de la transición democrática. De igual modo, las analepsis
—cuando no la propia historia en el presente de la
enunciación— nos sitúan en el tiempo de la infancia y la
primera juventud, momento en que los modelos de ficción son
referentes más poderosos que los derivados de la propia realidad:
así, por ejemplo, Miguel, el niño protagonista de La ternura del
dragón, imagina toda clase de aventuras estimulado por las novelas
de Julio Verne y de Robert Louis Stevenson que lee durante su
convalecencia en la casa de sus abuelos paternos. Pero la presencia
de la lectura también será fundamental en textos futuros, como el
relato juvenil El tesoro de los hermanos Bravo (1996), cuyo
narrador cree estar emulando a Jim, de La isla del tesoro; o El
tiempo de las mujeres (2003), donde Paloma se identifica, a lo
largo de su accidentado periplo sentimental, con Lara, el memorable
personaje de la novela Doctor Zhivago. Además de los referentes
literarios, abundan también los cinematográficos e incluso los
musicales (la película Un rayo de sol o la canción María bonita
invitan a soñar a la jovencísima María en el texto homónimo de
2001), así como los que surgen de la propia realidad, aunque
fabulada, como la fuga de la multimillonaria Patricia Hearst,
secuestrada por el Ejército Simbiótico de Liberación y, a
continuación, miembro destacado del mismo, que en Carreteras
secundarias (1996) tanto impresiona a Felipe.
Sin embargo, muchos de los personajes de las primera
novelas construyen, además, sofisticados mundos de imaginación,
contribuyendo así a su aislamiento e incluso enajenación de lo
real: la resistencia de Miguel, en La ternura del dragón, a aceptar
que la Zona Deshabitada es, de hecho, un simple trastero dentro de
la casa familiar deriva en los personajes adultos de La última isla
y Antofagasta (ambas dentro del libro Antofagasta) en una situación
de voluntaria (y a veces peligrosa) marginalidad. Protagonizadas
por la nueva clase media profesional que emerge a mediados de los
80, ambas historias cuentan entre sus temas las relaciones de poder
basadas en la dialéctica dominio/ sumisión, la traición y el
engaño. La última isla narra, en concreto, el regreso de Mónica a
Barcelona, tras varios años viviendo en el extranjero, y el
rencuentro entre ella y Jaime Antich, su antiguo novio; reanudarán
sus viejos amores a pesar de que Mónica está casada y espera la
llegada de Javier, su marido, que debe producirse al cabo de dos o
tres meses. Durante este tiempo, Jaime intercepta las cartas de su
rival, que sustituye por otras (hará lo mismo con las de Mónica),
con el objeto de provocar la ruptura definitiva de la pareja.
El engaño urdido por Jaime desencadena la acción en
el nivel más superficial de la trama, pues el relato se interroga
en realidad por los paraísos perdidos, la nostalgia y la
imaginación como refugio (precario) en la vida adulta, y ello en el
contexto de la sociedad de consumo. Determinados elementos
adquieren, entonces, una marcada dimensión simbólica, en especial
el grabado que Jaime tiene en su despacho y que lleva por nombre La
dernière île déserte (La última isla desierta), el cual representa
«una pequeña isla que descansaba sobre un mar apacible. Un grupo de
palmeras coronando el promontorio central, unas cuantas rocas
contra las que las olas batían con mansedumbre, una playa de arena
limpísima...». Es una isla que obviamente no existe y que expresa
la moldeada por la fértil imaginación de Jaime Antich desde los
tiempos de su infancia. En el presente actual no tiene acomodo ni
para él ni para otros que, siendo niños, tal vez soñaron con islas
ignotas, aventuras y conquistas, porque «No estaban los tiempos
para nuevos tarzanes ni para robinsones, y menos aún si estos se
encontraban ya en la segunda mitad de la vida, y habían comprobado
las virtudes del agua caliente central, los sofás mullidos y las
comidas bien condimentadas» (Martínez de Pisón, 1987: 9-10). Por
eso, el intento de Jaime de poseer su isla, creando un mundo
perfecto y a su medida junto a Mónica, va a resultar inútil y no
solo porque ella al final descubre sus maquinaciones —algo
que, de todos modos, Jaime no llegará a saber—, sino
fundamentalmente porque él acaba entendiendo que la única aventura
posible es la de la imaginación.
Todo ello nos habla del difícil encaje de los deseos
particulares e íntimos en una realidad que, por diversos motivos
(desde los más elevados a los más prosaicos) resulta muy poco
estimulante. Por esta razón, fracasan los personajes —o se
quedan cortos— cuando tratan de proyectar en su vida adulta
alguna de sus pasiones infantiles o juveniles. Fracasa Jaime Antich
al trasladar su amor por las islas desiertas a su profesión de
geógrafo o a su estéril coleccionismo: su íntimo anhelo queda
reducido a un manual de geografía, de lectura obligatoria en casi
todos los institutos, del que Jaime es el autor, o a su colección
de libros y manuscritos sobre islas desiertas reales e imaginarias.
Fracasa Julián Iribarren, cuando abandona para siempre la redacción
del libro que da sentido a su vida y cuyo título es Antofagasta,
«esa novela imposible que había querido escribir en mi
adolescencia», «la novela perfecta, la novela última» (Martínez de
Pisón, 1987: 88-89), la que ya nunca escribirá, convertido, al
final del relato, en el negro de Roberto Escolar, un narrador
mediocre pero muy mediático: de este modo, Iribarren sacrifica su
«arte» al mercantilismo literario sin obtener, por otra parte,
ninguna clase de reconocimiento o compensación, más que poder
conservar su empleo en el High Culture Institute. De igual modo,
fracasa Martín Salazar, en Nuevo plano de la ciudad secreta,
trabajando como dibujante de historietas sencillas e insulsas,
mientras «recorta» su sueño (su ciudad secreta) al colgar en la
pared de su estudio parte del plano que lleva años diseñando:
dibujos de casas, calles, patios interiores, pertenecientes a los
distintos lugares que ha visitado o amado, y que «no serían tanto
capítulos de mi vida como fragmentos de un paisaje privado, la
ciudad secreta de las vidas que he renunciado a vivir» (Martínez de
Pisón, 1992: 131).
Presencia de lo insólito
En todos estos casos estamos ante personajes
solitarios, que a duras penas logran comunicarse con los demás,
entre otras razones porque sus relaciones no se basan en la
sinceridad y el afecto auténtico, sino en la mentira y la
simulación (por ello seguramente abundan tanto las relaciones
triangulares). A menudo se comportan así como resultado de la
ausencia de referentes: muchos de ellos son huérfanos de padre o de
madre, un motivo, por cierto, que cada vez irá teniendo mayor
relieve en la obra de Martínez de Pisón. También en textos
ulteriores a los examinados, las dificultades de los personajes
para relacionarse con sus semejantes se trasladan de una manera
cada vez más evidente al ámbito de la familia, en especial en lo
que toca a los conflictivos vínculos paterno-filiales.
No obstante, donde el autor parece estar más
interesado en explorar los oscuros recovecos de la psique humana
(aun haciéndolo de un modo indirecto, mostrando las acciones de los
personajes antes que sus pensamientos) es sobre todo en su
narrativa corta. Esta se aleja con cierta facilidad de las pautas
realistas que dominan las novelas del autor, llevando el estudio
del personaje singular al terreno de lo fantástico o cuanto menos
de lo insólito. En su primer libro de cuentos, Alguien te observa
en secreto (1985), continuamente se trascienden los límites de la
normalidad o, en palabras de Robert C. Spires (1988: 26), «las
fronteras de lo racional» y ello gracias al diseño de unos
personajes que no dudan en abrazar lo extraño, como los sádicos de
«El filo de unos ojos» y «Alguien te observa en secreto»
—donde los ejercicios de crueldad mental de los personajes
deparan desenlaces sorprendentes—, o la masoquista y
autodestructiva Silvia, de «Otra vez la noche», cuyo atormentado
mundo interior tiene algún tipo de correspondencia con los
murciélagos que misteriosamente se instalan en su habitación.
Si bien los ecos cortazarianos de estos cuentos
(Blanco Arnejo, 2004) reaparecen en algunos textos posteriores (por
ejemplo, en los relatos de la sección «Mujeres tan altas», en El
tesoro de los hermanos Bravo, 1996), lo insólito empieza a
descender (aunque en los cuentos de Martínez de Pisón nunca
desaparece del todo) a partir de El fin de los buenos tiempos
(1994) y especialmente Foto de familia (1998), libros en los que
las relaciones familiares tienen cada vez mayor protagonismo,
caracterizándose por la hipocresía y el dominio de unos sobre
otros, y dejando a menudo un rastro de violencia, que en ocasiones
se hace evidente, como en «Siempre hay un perro al acecho» (El fin
de los buenos tiempos), en el que la insensibilidad del padre
parece estar en el origen de la enfermedad y muerte de la hija, o
en «Travelling » (Foto de familia), donde un hijo mata y
descuartiza a su madre.
Pero también cabe destacar, ya en estos volúmenes, la
presencia de narraciones de corte realista, en sintonía con la
narrativa extensa del autor y sobre todo con su último libro de
cuentos, la antología Aeropuerto de Funchal (2009), que reúne
cuatro relatos publicados en volúmenes anteriores (los únicos que
Martínez de Pisón salva de su particular quema) y otros cuatro más,
que son inéditos. Con respecto al cuento, se clausura así una etapa
caracterizada por la «tendencia a la fantasía y el suspense»,
donde, desde el punto de vista estructural, el modelo a seguir no
es tanto Poe y su idea del género basada en la unidad de efecto,
como Chéjov y el relato anticlimático en el que, en apariencia,
apenas sucede nada (Martínez de Pisón, 2010: 185).
El relato de iniciación
Entre la publicación de Aeropuerto de Funchal y la de
Foto de familia, el anterior libro de relatos, han transcurrido más
de diez años. Durante este tiempo, Martínez de Pisón no solo se ha
dedicado por extenso al cultivo de la novela, dejando de lado el
del cuento, sino que se ha decantado por el bilsdungsroman de
carácter realista. En el pasado ya había dado indicios de su
interés por el relato de iniciación: en La ternura del dragón
Miguel despertaba de la infancia tras el proceso larvario de su
enfermedad; y en Nuevo plano de la ciudad secreta, Martín
rememoraba su trayectoria existencial como un doloroso proceso de
aprendizaje, desde su niñez hasta el momento presente, una vez
instalado en la vida adulta.
Otros textos, entre los que se encuentran las mejores
propuestas del autor, ponen en el centro del relato al personaje
adolescente o muy joven que narra su propia historia: Felipe, de
quince años, en Carreteras secundarias (1996); María, de trece, en
María bonita (2001); y las hermanas María, Carlota y Paloma, de
veintiuno, diecinueve y dieciocho respectivamente, en El tiempo de
las mujeres (2003). Las tres narraciones siguen las etapas del
relato de iniciación e incluyen sus tópicos más recurrentes (el
viaje, la prueba, la transformación, la vuelta a los orígenes), tal
y como analiza Ermitas Penas (2009) con relación a Carreteras
secundarias. De igual modo, en todas ellas el espacio donde tiene
lugar la iniciación de los jóvenes es la familia (como ya ocurría
en La ternura del dragón y Nuevo plano de la ciudad secreta); una
familia que, a menudo, resulta disfuncional, incapaz de servir de
modelo a los protagonistas, y no únicamente por razones de orfandad
(Felipe es huérfano de madre y las hermanas de El tiempo de las
mujeres lo son de padre), sino sobre todo porque la familia, en vez
de ser un ámbito de protección, se convierte en un ámbito de
desamparo y exclusión (Mainer, 2005: 33). Sucede de este modo
incluso cuando viven ambos padres, como en María bonita, donde la
vida familiar ofrece escasos alicientes a la protagonista (un padre
callado, obrero de profesión; una madre triste, dominante y áspera,
que saca algún dinero limpiando las casas de los ingenieros de la
colonia). Las limitaciones económicas, pero también las
intelectuales o las propiamente vitales de estos seres hacen que
María desarrolle una admiración sin límites por Amelia, la hermana
menor de su madre. Mujer mundana y poseedora de no pocos recursos
sociales, Amelia se convierte en un modelo ideal para María, que
tratará de emularla por todos los medios, incluso después de
descubrir que su tía la ha utilizado para cometer una estafa.
A los adolescentes de estas novelas les mueve, en
realidad, el sentido de la pertenencia: «me sentía como expulsada
de un mundo propio y necesitada de integrarme con urgencia en otro,
de pertenecer a algo y a alguien» (Martínez de Pisón, 2008b: 140),
confiesa María, que, con estas palabras explica por qué acaba
identificándose con la tía Amelia y Alfonso, el amante de esta
(ambos proscritos de la justicia). En Carreteras secundarias Felipe
lo hace con la también fugitiva Patricia Hearst, aventurera que
contraviene las convenciones y la autoridad que, en el fondo,
representa el padre del joven, por el que este siente una marcada
hostilidad. Por su parte, las hermanas de El tiempo de las mujeres
buscan su lugar desesperadamente: María en su trabajo como
subastera (oficio legal pero no exento de aspectos turbios y que,
de algún modo, la acerca al padre ausente), Carlota en la
maternidad y el matrimonio, y Paloma a través de su promiscuidad
sexual.
En cierto sentido, llevan la ficción al terreno de
sus pobres existencias, aunque de un modo menos intelectualizado
que los personajes de las primeras novelas de Martínez de Pisón.
Por lo mismo, el despertar a lo real, tras cobrar conciencia de la
distancia que media entre la realidad y el deseo, se produce de una
manera menos traumática (ya no hay un Iribarren deshaciéndose
dramáticamente de los borradores de su novela perfecta, como
sucedía en Antofagasta): «descubrí que las cosas casi nunca son
como aparentan, que vemos solo una pequeña parte y creemos que lo
estamos viendo todo, cuando lo más importante permanece oculto,
sumergido, como dicen que ocurre con los icebergs» (Martínez de
Pisón, 2008b: 106), anuncia la narradora de María bonita casi al
final de la novela. De este modo, los personajes se dan cuenta de
que sus percepciones no son más que eso: ideas confusas e
incompletas en torno a los demás y a sí mismos; de ahí la eficacia
de la estructura polifónica —de voces fragmentadas— de
una novela como El tiempo de las mujeres, donde las hermanas
ocultan sus secretos las unas a las otras, malinterpretándose o
simplemente no comprendiéndose.
A esta enseñanza hay que unir la conciencia del
tiempo, que devuelve a los personajes a su pasado, obligándoles a
regresar a sus orígenes, una vez han completado su aprendizaje. Así
lo sugiere, en Carreteras secundarias, el viaje circular de Felipe
y su padre, desde su deambular por los invernales pueblos del
Mediterráneo, pasando por el interior cuando recalan en Lérida y
Zaragoza, hasta llegar a Vitoria, la ciudad de la familia paterna
donde culmina su vagabundeo y se produce la detención del padre:
«nuestros pasos habían estado siempre encaminados hacia allí, hacia
el pasado de mi padre y hacia su familia y su ciudad y hacia esa
cárcel determinada, y [...] todo lo demás habían sido etapas
previas que habíamos tenido que superar para llegar a ese final»
(Martínez de Pisón, 2008a: 193).
«El pasado siempre te persigue», dice Amalia a su
sobrina en María bonita, en el momento de ser apresada por la
policía. Desvanecidas las ilusiones, solo cabe asumirse tal cual se
es, aunque ello resulte muy poco excitante: Felipe se descubrirá
siendo hijo de su padre —como él, un buscavidas con cierto
talento para los «negocios»—; María siendo hija de su madre
—en ese leve abrazo tras la detención de Amelia se disipan
sus sueños de una vida aventurera—; las hermanas de El tiempo
de las mujeres permanecerán unidas, junto a su madre, una vez
superados los desencuentros y las dificultades, y sobre todo una
vez perdida Villa-Casilda, la casa familiar que ha sido testigo de
su pasado y que, además de haberles conferido una identidad, ha
sido un lastre para ellas. El desenlace de esta novela, con la
madre conduciendo el coche de su marido —el mismo que, al
principio del relato cuatro años atrás, no podía arrancar—
clausura la época bajo el signo del padre e inaugura un tiempo que
ya es plenamente de las mujeres. La felicidad se despoja, entonces,
de toda grandeza, limitándose a pasar el verano en la playa, aunque
la experiencia pueda resultar aburrida (Carreteras secundarias),
recuperar un recuerdo amable de la infancia al calor de una caricia
(María bonita) o contemplar la satisfacción de otro ante su
minúscula hazaña (El tiempo de las mujeres).
Individuo e identidad colectiva
La acción de las novelas mencionadas transcurre en
torno a los últimos años del franquismo y a los de la transición
democrática. En todas ellas abundan los referentes históricos que
permiten al lector identificar la época: los coches que usan los
personajes, la llegada del televisor en color, el nombramiento de
Juan Carlos como sucesor de Franco o el intento frustrado de golpe
de Estado. También se aborda la situación política, aunque de
manera escorada: por ejemplo, cuando, en Carreteras secundarias,
Felipe da con las cartas de un exiliado republicano, un
descubrimiento que hace que el joven se interrogue acerca de lo que
está ocurriendo en su país. De igual modo, hay en María bonita
alusiones a la lucha antifranquista (las actividades sindicales del
padre de la protagonista conducen a este a la cárcel hasta en tres
ocasiones) y en El tiempo de las mujeres son continuas las
referencias al contexto social y político, en especial en torno al
23F, cuando Paloma recala en un grupo de izquierdas y Carlota, en
cambio, se une a la banda ultraderechista de la que es miembro su
marido.
Pero no es solo que nuestra historia reciente sea el
telón de fondo de los acontecimientos narrados. Jordi Gracia y
Domingo Ródenas (2011: 178) advierten, a propósito, que en La
ternura del dragón «la familia como fábrica defectuosa de la
identidad individual» funciona también «como metonimia de la
sociedad española del tardofranquismo y la transición». José-Carlos
Mainer (2005: 35), por su parte, ve en el viaje a la deriva de los
protagonistas de Carreteras secundarias «la cifra de una época, de
los años intermedios del decenio de los setenta, un momento
histórico en el que todo fue inestable y un poco funambulesco». Y
algo parecido podría decirse con relación a las protagonistas de El
tiempo de las mujeres: los años convulsos de sus existencias se
corresponden con una época igualmente convulsa para España: la de
la transición de la dictadura a un régimen democrático y el inicio
de una nueva etapa para el país.
La identidad individual de los personajes es, además,
reflejo de la identidad colectiva, porque —valores simbólicos
aparte— los protagonistas de las novelas de Martínez de Pisón
son víctimas de un orden social injusto, que a su vez es producto
de un determinado orden político. Esta cualidad de los personajes
se va a ver acentuada a partir de Enterrar a los muertos (2005)
—probablemente uno de los mejores libros del autor, un ensayo
escrito con técnicas novelescas—, en el que el narrador sigue
las pistas de lo que le sucedió al intelectual José Robles
—desaparecido en Valencia el año 1937— y de la búsqueda
emprendida por John Dos Passos —a quien Robles había
traducido al español— tratando de encontrar a su amigo o de
saber, al menos, qué había sido de él.
El texto, que en muchos momentos puede leerse como
una novela de suspense, se detiene en el retrato de los personajes
y en los elementos que permiten reconstruir lo acontecido (y que
llevan al autor a concluir que los servicios secretos soviéticos
estuvieron detrás de la ejecución de Robles); pero sobre todo
Enterrar a los muertos posee un empeño ético: rehabilitar la
memoria del intelectual asesinado y reparar parte del agravio
infligido por el silencio y el olvido, verdaderos lastres de
nuestra historia.
La reflexión sobre el pasado colectivo se extiende a
otros libros posteriores, como Las palabras justas (2007), un
conjunto de siete reportajes que «tratan casi todos de alguna
injusticia» cometida durante la contienda (Martínez de Pisón, 2007:
7), y Partes de guerra (2009), antología de treinta y cinco relatos
también en torno al conflicto bélico, escritos por autores de uno y
otro lado, de una y otra tendencia política (Arturo Barea, María
Teresa León, Edgar Neville, Ignacio Aldecoa) y que, leídos en su
conjunto, forman una «suerte de novela colectiva sobre la guerra
civil» (Martínez de Pisón, 2009a: 11).
Las dos últimas novelas del autor, Dientes de leche
(2008) y El día de mañana (2011) exploran en mayor medida que las
anteriores la dimensión histórica del personaje. Si Enterrar a los
muertos buscaba arrojar algo de luz sobre un acontecimiento que,
durante largo tiempo, se había mantenido oculto (el asesinato de un
republicano de bien a manos de otros republicanos), Dientes de
leche se interesa por la participación en la guerra civil de los
voluntarios italianos de Mussolini y El día de mañana por el papel
desempeñado, durante la última posguerra pero sobre todo durante la
transición, por la Brigada Político-Social (Martínez de Pisón en
Carreño, 2011: 46). En ambos casos se trata de episodios poco
conocidos o que apenas han sido abordados por los novelistas
españoles. Para hacerlo, Martínez de Pisón elabora sendas
narraciones dotándolas de una compleja estructura: en la primera
—historia de una saga familiar, que se inicia con la llegada
a España de Raffaele Cameroni en 1936 y se cierra con su nieto en
1987— destaca el tratamiento del tiempo, basado en el uso
frecuente de la anacronía y la elipsis; en la segunda
—centrada en la figura de Justo Gil, emigrante que se instala
en Barcelona a finales de los 50 o principios de los 60, y luego se
convierte en confidente de la policía hasta su muerte en
1978— el juego de voces narrativas permite el retrato
—parcial, fragmentario, a veces contradictorio— de un
personaje al que nunca escuchamos y solo llegamos a conocer a
través de los demás (son más de doce narradores los que se dirigen
a un interlocutor oculto).
En los dos relatos reaparecen algunos de los motivos
recurrentes del autor: la traición y el envilecimiento personal
como partes inherentes del ser humano, en especial cuando las
circunstancias históricas colaboran en ello: «no había ideología o
credo político que no se aplicara a las cosas pequeñas de la vida,
y el fascismo envenenaba todo lo que tocaba», piensa Elisa con
relación a su familia en Dientes de leche (Martínez de Pisón,
2009b: 342); el peso del secreto y la carga de la culpa (la de
Raffaele durante toda su vida por abandonar a su primera mujer y a
su hija deficiente en Italia; la de Justo que, al traicionar a
Carme Román, antepone su ambición de medro a su realización
personal); en definitiva, el asedio del pasado, del que los
personajes no pueden huir por mucho que lo intenten.
En las últimas novelas de Martínez de Pisón sigue
siendo inmensa la brecha entre la realidad y el deseo, solo que
ahora la realidad parece imponerse más que nunca y con toda su
crudeza. Los protagonistas de Carreteras secundarias o El tiempo de
las mujeres debían conformarse con una existencia pequeña,
limitada, con relación a sus expectativas; los de Dientes de leche
y El día de mañana sucumben ante esa realidad: Raffaele, que apenas
puede lograr el perdón de sus hijos españoles, regresa a Italia
siendo ya anciano, y Justo muere a manos de sus antiguos amigos
ultraderechistas, a los que también había traicionado. De este
modo, Ignacio Martínez de Pisón invita a sus lectores, en estas
nuevas entregas de su novelística, a reflexionar sobre cómo la
Historia —en mayúsculas— influye de manera determinante
en las historias particulares, cómo no es posible desgajar los
destinos particulares del destino colectivo del que todos formamos
parte.
A. C.— UNIVERSIDAD DE ALCALÁ
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