INSULA

Misceláneo
Número 783 . Marzo 2012

 
 

Ana CASAS / De la fábula a la historia: la narrativa de Martínez de Pisón


 

Dieciocho libros publicados entre novelas, volúmenes de relatos y ensayos, junto a una larga lista de premios y reconocimientos sitúan a Ignacio Martínez de Pisón en un primer plano de las letras españolas.

Las presentes líneas tienen por objeto ofrecer un recorrido a lo largo de esta dilatada trayectoria narrativa, deteniéndonos en algunas de sus obsesiones más recurrentes —los círculos concéntricos sobre los que se estructura la obra del escritor aragonés—, así como las desviaciones, los quiebros y saltos con respecto a esas mismas constantes, pues si bien los textos de Martínez de Pisón comparten un evidente aire de familia, es imposible no constatar la originalidad de cada una de sus producciones.

La imaginación como refugio

Una de esas constantes es la dualidad realidad/ deseo que recorre toda la narrativa del autor, en la medida en que sus personajes se debaten entre aceptar sus existencias grises y vulgares, y buscar refugio en la imaginación. Pero es sobre todo en las primeras novelas de Martínez de Pisón donde el contraste entre estas dos posibilidades alcanza un carácter plenamente estructural. La ternura del dragón (1984), las dos novelas cortas que integran Antofagasta (1987) y, por último, Nuevo plano de la ciudad secreta (1992) se construyen sobre opuestos casi siempre irreconciliables: la vida que sus protagonistas ansían tener (trascendente, aventurera, orientada al arte) y la que, en verdad, les ha tocado vivir (chata, aburrida, irremediablemente pegada a lo real).

Frente a relatos posteriores, estos poseen una ambientación contemporánea con respecto a la fecha de su publicación, aunque con frecuentes idas al pasado de los personajes, lo que nos suele llevar a la que en adelante será la época predilecta del autor: los últimos años del franquismo y el periodo de la transición democrática. De igual modo, las analepsis —cuando no la propia historia en el presente de la enunciación— nos sitúan en el tiempo de la infancia y la primera juventud, momento en que los modelos de ficción son referentes más poderosos que los derivados de la propia realidad: así, por ejemplo, Miguel, el niño protagonista de La ternura del dragón, imagina toda clase de aventuras estimulado por las novelas de Julio Verne y de Robert Louis Stevenson que lee durante su convalecencia en la casa de sus abuelos paternos. Pero la presencia de la lectura también será fundamental en textos futuros, como el relato juvenil El tesoro de los hermanos Bravo (1996), cuyo narrador cree estar emulando a Jim, de La isla del tesoro; o El tiempo de las mujeres (2003), donde Paloma se identifica, a lo largo de su accidentado periplo sentimental, con Lara, el memorable personaje de la novela Doctor Zhivago. Además de los referentes literarios, abundan también los cinematográficos e incluso los musicales (la película Un rayo de sol o la canción María bonita invitan a soñar a la jovencísima María en el texto homónimo de 2001), así como los que surgen de la propia realidad, aunque fabulada, como la fuga de la multimillonaria Patricia Hearst, secuestrada por el Ejército Simbiótico de Liberación y, a continuación, miembro destacado del mismo, que en Carreteras secundarias (1996) tanto impresiona a Felipe.

Sin embargo, muchos de los personajes de las primera novelas construyen, además, sofisticados mundos de imaginación, contribuyendo así a su aislamiento e incluso enajenación de lo real: la resistencia de Miguel, en La ternura del dragón, a aceptar que la Zona Deshabitada es, de hecho, un simple trastero dentro de la casa familiar deriva en los personajes adultos de La última isla y Antofagasta (ambas dentro del libro Antofagasta) en una situación de voluntaria (y a veces peligrosa) marginalidad. Protagonizadas por la nueva clase media profesional que emerge a mediados de los 80, ambas historias cuentan entre sus temas las relaciones de poder basadas en la dialéctica dominio/ sumisión, la traición y el engaño. La última isla narra, en concreto, el regreso de Mónica a Barcelona, tras varios años viviendo en el extranjero, y el rencuentro entre ella y Jaime Antich, su antiguo novio; reanudarán sus viejos amores a pesar de que Mónica está casada y espera la llegada de Javier, su marido, que debe producirse al cabo de dos o tres meses. Durante este tiempo, Jaime intercepta las cartas de su rival, que sustituye por otras (hará lo mismo con las de Mónica), con el objeto de provocar la ruptura definitiva de la pareja.

El engaño urdido por Jaime desencadena la acción en el nivel más superficial de la trama, pues el relato se interroga en realidad por los paraísos perdidos, la nostalgia y la imaginación como refugio (precario) en la vida adulta, y ello en el contexto de la sociedad de consumo. Determinados elementos adquieren, entonces, una marcada dimensión simbólica, en especial el grabado que Jaime tiene en su despacho y que lleva por nombre La dernière île déserte (La última isla desierta), el cual representa «una pequeña isla que descansaba sobre un mar apacible. Un grupo de palmeras coronando el promontorio central, unas cuantas rocas contra las que las olas batían con mansedumbre, una playa de arena limpísima...». Es una isla que obviamente no existe y que expresa la moldeada por la fértil imaginación de Jaime Antich desde los tiempos de su infancia. En el presente actual no tiene acomodo ni para él ni para otros que, siendo niños, tal vez soñaron con islas ignotas, aventuras y conquistas, porque «No estaban los tiempos para nuevos tarzanes ni para robinsones, y menos aún si estos se encontraban ya en la segunda mitad de la vida, y habían comprobado las virtudes del agua caliente central, los sofás mullidos y las comidas bien condimentadas» (Martínez de Pisón, 1987: 9-10). Por eso, el intento de Jaime de poseer su isla, creando un mundo perfecto y a su medida junto a Mónica, va a resultar inútil y no solo porque ella al final descubre sus maquinaciones —algo que, de todos modos, Jaime no llegará a saber—, sino fundamentalmente porque él acaba entendiendo que la única aventura posible es la de la imaginación.

Todo ello nos habla del difícil encaje de los deseos particulares e íntimos en una realidad que, por diversos motivos (desde los más elevados a los más prosaicos) resulta muy poco estimulante. Por esta razón, fracasan los personajes —o se quedan cortos— cuando tratan de proyectar en su vida adulta alguna de sus pasiones infantiles o juveniles. Fracasa Jaime Antich al trasladar su amor por las islas desiertas a su profesión de geógrafo o a su estéril coleccionismo: su íntimo anhelo queda reducido a un manual de geografía, de lectura obligatoria en casi todos los institutos, del que Jaime es el autor, o a su colección de libros y manuscritos sobre islas desiertas reales e imaginarias. Fracasa Julián Iribarren, cuando abandona para siempre la redacción del libro que da sentido a su vida y cuyo título es Antofagasta, «esa novela imposible que había querido escribir en mi adolescencia», «la novela perfecta, la novela última» (Martínez de Pisón, 1987: 88-89), la que ya nunca escribirá, convertido, al final del relato, en el negro de Roberto Escolar, un narrador mediocre pero muy mediático: de este modo, Iribarren sacrifica su «arte» al mercantilismo literario sin obtener, por otra parte, ninguna clase de reconocimiento o compensación, más que poder conservar su empleo en el High Culture Institute. De igual modo, fracasa Martín Salazar, en Nuevo plano de la ciudad secreta, trabajando como dibujante de historietas sencillas e insulsas, mientras «recorta» su sueño (su ciudad secreta) al colgar en la pared de su estudio parte del plano que lleva años diseñando: dibujos de casas, calles, patios interiores, pertenecientes a los distintos lugares que ha visitado o amado, y que «no serían tanto capítulos de mi vida como fragmentos de un paisaje privado, la ciudad secreta de las vidas que he renunciado a vivir» (Martínez de Pisón, 1992: 131).

Presencia de lo insólito

En todos estos casos estamos ante personajes solitarios, que a duras penas logran comunicarse con los demás, entre otras razones porque sus relaciones no se basan en la sinceridad y el afecto auténtico, sino en la mentira y la simulación (por ello seguramente abundan tanto las relaciones triangulares). A menudo se comportan así como resultado de la ausencia de referentes: muchos de ellos son huérfanos de padre o de madre, un motivo, por cierto, que cada vez irá teniendo mayor relieve en la obra de Martínez de Pisón. También en textos ulteriores a los examinados, las dificultades de los personajes para relacionarse con sus semejantes se trasladan de una manera cada vez más evidente al ámbito de la familia, en especial en lo que toca a los conflictivos vínculos paterno-filiales.

No obstante, donde el autor parece estar más interesado en explorar los oscuros recovecos de la psique humana (aun haciéndolo de un modo indirecto, mostrando las acciones de los personajes antes que sus pensamientos) es sobre todo en su narrativa corta. Esta se aleja con cierta facilidad de las pautas realistas que dominan las novelas del autor, llevando el estudio del personaje singular al terreno de lo fantástico o cuanto menos de lo insólito. En su primer libro de cuentos, Alguien te observa en secreto (1985), continuamente se trascienden los límites de la normalidad o, en palabras de Robert C. Spires (1988: 26), «las fronteras de lo racional» y ello gracias al diseño de unos personajes que no dudan en abrazar lo extraño, como los sádicos de «El filo de unos ojos» y «Alguien te observa en secreto» —donde los ejercicios de crueldad mental de los personajes deparan desenlaces sorprendentes—, o la masoquista y autodestructiva Silvia, de «Otra vez la noche», cuyo atormentado mundo interior tiene algún tipo de correspondencia con los murciélagos que misteriosamente se instalan en su habitación.

Si bien los ecos cortazarianos de estos cuentos (Blanco Arnejo, 2004) reaparecen en algunos textos posteriores (por ejemplo, en los relatos de la sección «Mujeres tan altas», en El tesoro de los hermanos Bravo, 1996), lo insólito empieza a descender (aunque en los cuentos de Martínez de Pisón nunca desaparece del todo) a partir de El fin de los buenos tiempos (1994) y especialmente Foto de familia (1998), libros en los que las relaciones familiares tienen cada vez mayor protagonismo, caracterizándose por la hipocresía y el dominio de unos sobre otros, y dejando a menudo un rastro de violencia, que en ocasiones se hace evidente, como en «Siempre hay un perro al acecho» (El fin de los buenos tiempos), en el que la insensibilidad del padre parece estar en el origen de la enfermedad y muerte de la hija, o en «Travelling » (Foto de familia), donde un hijo mata y descuartiza a su madre.

Pero también cabe destacar, ya en estos volúmenes, la presencia de narraciones de corte realista, en sintonía con la narrativa extensa del autor y sobre todo con su último libro de cuentos, la antología Aeropuerto de Funchal (2009), que reúne cuatro relatos publicados en volúmenes anteriores (los únicos que Martínez de Pisón salva de su particular quema) y otros cuatro más, que son inéditos. Con respecto al cuento, se clausura así una etapa caracterizada por la «tendencia a la fantasía y el suspense», donde, desde el punto de vista estructural, el modelo a seguir no es tanto Poe y su idea del género basada en la unidad de efecto, como Chéjov y el relato anticlimático en el que, en apariencia, apenas sucede nada (Martínez de Pisón, 2010: 185).

El relato de iniciación

Entre la publicación de Aeropuerto de Funchal y la de Foto de familia, el anterior libro de relatos, han transcurrido más de diez años. Durante este tiempo, Martínez de Pisón no solo se ha dedicado por extenso al cultivo de la novela, dejando de lado el del cuento, sino que se ha decantado por el bilsdungsroman de carácter realista. En el pasado ya había dado indicios de su interés por el relato de iniciación: en La ternura del dragón Miguel despertaba de la infancia tras el proceso larvario de su enfermedad; y en Nuevo plano de la ciudad secreta, Martín rememoraba su trayectoria existencial como un doloroso proceso de aprendizaje, desde su niñez hasta el momento presente, una vez instalado en la vida adulta.

Otros textos, entre los que se encuentran las mejores propuestas del autor, ponen en el centro del relato al personaje adolescente o muy joven que narra su propia historia: Felipe, de quince años, en Carreteras secundarias (1996); María, de trece, en María bonita (2001); y las hermanas María, Carlota y Paloma, de veintiuno, diecinueve y dieciocho respectivamente, en El tiempo de las mujeres (2003). Las tres narraciones siguen las etapas del relato de iniciación e incluyen sus tópicos más recurrentes (el viaje, la prueba, la transformación, la vuelta a los orígenes), tal y como analiza Ermitas Penas (2009) con relación a Carreteras secundarias. De igual modo, en todas ellas el espacio donde tiene lugar la iniciación de los jóvenes es la familia (como ya ocurría en La ternura del dragón y Nuevo plano de la ciudad secreta); una familia que, a menudo, resulta disfuncional, incapaz de servir de modelo a los protagonistas, y no únicamente por razones de orfandad (Felipe es huérfano de madre y las hermanas de El tiempo de las mujeres lo son de padre), sino sobre todo porque la familia, en vez de ser un ámbito de protección, se convierte en un ámbito de desamparo y exclusión (Mainer, 2005: 33). Sucede de este modo incluso cuando viven ambos padres, como en María bonita, donde la vida familiar ofrece escasos alicientes a la protagonista (un padre callado, obrero de profesión; una madre triste, dominante y áspera, que saca algún dinero limpiando las casas de los ingenieros de la colonia). Las limitaciones económicas, pero también las intelectuales o las propiamente vitales de estos seres hacen que María desarrolle una admiración sin límites por Amelia, la hermana menor de su madre. Mujer mundana y poseedora de no pocos recursos sociales, Amelia se convierte en un modelo ideal para María, que tratará de emularla por todos los medios, incluso después de descubrir que su tía la ha utilizado para cometer una estafa.

A los adolescentes de estas novelas les mueve, en realidad, el sentido de la pertenencia: «me sentía como expulsada de un mundo propio y necesitada de integrarme con urgencia en otro, de pertenecer a algo y a alguien» (Martínez de Pisón, 2008b: 140), confiesa María, que, con estas palabras explica por qué acaba identificándose con la tía Amelia y Alfonso, el amante de esta (ambos proscritos de la justicia). En Carreteras secundarias Felipe lo hace con la también fugitiva Patricia Hearst, aventurera que contraviene las convenciones y la autoridad que, en el fondo, representa el padre del joven, por el que este siente una marcada hostilidad. Por su parte, las hermanas de El tiempo de las mujeres buscan su lugar desesperadamente: María en su trabajo como subastera (oficio legal pero no exento de aspectos turbios y que, de algún modo, la acerca al padre ausente), Carlota en la maternidad y el matrimonio, y Paloma a través de su promiscuidad sexual.

En cierto sentido, llevan la ficción al terreno de sus pobres existencias, aunque de un modo menos intelectualizado que los personajes de las primeras novelas de Martínez de Pisón. Por lo mismo, el despertar a lo real, tras cobrar conciencia de la distancia que media entre la realidad y el deseo, se produce de una manera menos traumática (ya no hay un Iribarren deshaciéndose dramáticamente de los borradores de su novela perfecta, como sucedía en Antofagasta): «descubrí que las cosas casi nunca son como aparentan, que vemos solo una pequeña parte y creemos que lo estamos viendo todo, cuando lo más importante permanece oculto, sumergido, como dicen que ocurre con los icebergs» (Martínez de Pisón, 2008b: 106), anuncia la narradora de María bonita casi al final de la novela. De este modo, los personajes se dan cuenta de que sus percepciones no son más que eso: ideas confusas e incompletas en torno a los demás y a sí mismos; de ahí la eficacia de la estructura polifónica —de voces fragmentadas— de una novela como El tiempo de las mujeres, donde las hermanas ocultan sus secretos las unas a las otras, malinterpretándose o simplemente no comprendiéndose.

A esta enseñanza hay que unir la conciencia del tiempo, que devuelve a los personajes a su pasado, obligándoles a regresar a sus orígenes, una vez han completado su aprendizaje. Así lo sugiere, en Carreteras secundarias, el viaje circular de Felipe y su padre, desde su deambular por los invernales pueblos del Mediterráneo, pasando por el interior cuando recalan en Lérida y Zaragoza, hasta llegar a Vitoria, la ciudad de la familia paterna donde culmina su vagabundeo y se produce la detención del padre: «nuestros pasos habían estado siempre encaminados hacia allí, hacia el pasado de mi padre y hacia su familia y su ciudad y hacia esa cárcel determinada, y [...] todo lo demás habían sido etapas previas que habíamos tenido que superar para llegar a ese final» (Martínez de Pisón, 2008a: 193).

«El pasado siempre te persigue», dice Amalia a su sobrina en María bonita, en el momento de ser apresada por la policía. Desvanecidas las ilusiones, solo cabe asumirse tal cual se es, aunque ello resulte muy poco excitante: Felipe se descubrirá siendo hijo de su padre —como él, un buscavidas con cierto talento para los «negocios»—; María siendo hija de su madre —en ese leve abrazo tras la detención de Amelia se disipan sus sueños de una vida aventurera—; las hermanas de El tiempo de las mujeres permanecerán unidas, junto a su madre, una vez superados los desencuentros y las dificultades, y sobre todo una vez perdida Villa-Casilda, la casa familiar que ha sido testigo de su pasado y que, además de haberles conferido una identidad, ha sido un lastre para ellas. El desenlace de esta novela, con la madre conduciendo el coche de su marido —el mismo que, al principio del relato cuatro años atrás, no podía arrancar— clausura la época bajo el signo del padre e inaugura un tiempo que ya es plenamente de las mujeres. La felicidad se despoja, entonces, de toda grandeza, limitándose a pasar el verano en la playa, aunque la experiencia pueda resultar aburrida (Carreteras secundarias), recuperar un recuerdo amable de la infancia al calor de una caricia (María bonita) o contemplar la satisfacción de otro ante su minúscula hazaña (El tiempo de las mujeres).

Individuo e identidad colectiva

La acción de las novelas mencionadas transcurre en torno a los últimos años del franquismo y a los de la transición democrática. En todas ellas abundan los referentes históricos que permiten al lector identificar la época: los coches que usan los personajes, la llegada del televisor en color, el nombramiento de Juan Carlos como sucesor de Franco o el intento frustrado de golpe de Estado. También se aborda la situación política, aunque de manera escorada: por ejemplo, cuando, en Carreteras secundarias, Felipe da con las cartas de un exiliado republicano, un descubrimiento que hace que el joven se interrogue acerca de lo que está ocurriendo en su país. De igual modo, hay en María bonita alusiones a la lucha antifranquista (las actividades sindicales del padre de la protagonista conducen a este a la cárcel hasta en tres ocasiones) y en El tiempo de las mujeres son continuas las referencias al contexto social y político, en especial en torno al 23F, cuando Paloma recala en un grupo de izquierdas y Carlota, en cambio, se une a la banda ultraderechista de la que es miembro su marido.

Pero no es solo que nuestra historia reciente sea el telón de fondo de los acontecimientos narrados. Jordi Gracia y Domingo Ródenas (2011: 178) advierten, a propósito, que en La ternura del dragón «la familia como fábrica defectuosa de la identidad individual» funciona también «como metonimia de la sociedad española del tardofranquismo y la transición». José-Carlos Mainer (2005: 35), por su parte, ve en el viaje a la deriva de los protagonistas de Carreteras secundarias «la cifra de una época, de los años intermedios del decenio de los setenta, un momento histórico en el que todo fue inestable y un poco funambulesco». Y algo parecido podría decirse con relación a las protagonistas de El tiempo de las mujeres: los años convulsos de sus existencias se corresponden con una época igualmente convulsa para España: la de la transición de la dictadura a un régimen democrático y el inicio de una nueva etapa para el país.

La identidad individual de los personajes es, además, reflejo de la identidad colectiva, porque —valores simbólicos aparte— los protagonistas de las novelas de Martínez de Pisón son víctimas de un orden social injusto, que a su vez es producto de un determinado orden político. Esta cualidad de los personajes se va a ver acentuada a partir de Enterrar a los muertos (2005) —probablemente uno de los mejores libros del autor, un ensayo escrito con técnicas novelescas—, en el que el narrador sigue las pistas de lo que le sucedió al intelectual José Robles —desaparecido en Valencia el año 1937— y de la búsqueda emprendida por John Dos Passos —a quien Robles había traducido al español— tratando de encontrar a su amigo o de saber, al menos, qué había sido de él.

El texto, que en muchos momentos puede leerse como una novela de suspense, se detiene en el retrato de los personajes y en los elementos que permiten reconstruir lo acontecido (y que llevan al autor a concluir que los servicios secretos soviéticos estuvieron detrás de la ejecución de Robles); pero sobre todo Enterrar a los muertos posee un empeño ético: rehabilitar la memoria del intelectual asesinado y reparar parte del agravio infligido por el silencio y el olvido, verdaderos lastres de nuestra historia.

La reflexión sobre el pasado colectivo se extiende a otros libros posteriores, como Las palabras justas (2007), un conjunto de siete reportajes que «tratan casi todos de alguna injusticia» cometida durante la contienda (Martínez de Pisón, 2007: 7), y Partes de guerra (2009), antología de treinta y cinco relatos también en torno al conflicto bélico, escritos por autores de uno y otro lado, de una y otra tendencia política (Arturo Barea, María Teresa León, Edgar Neville, Ignacio Aldecoa) y que, leídos en su conjunto, forman una «suerte de novela colectiva sobre la guerra civil» (Martínez de Pisón, 2009a: 11).

Las dos últimas novelas del autor, Dientes de leche (2008) y El día de mañana (2011) exploran en mayor medida que las anteriores la dimensión histórica del personaje. Si Enterrar a los muertos buscaba arrojar algo de luz sobre un acontecimiento que, durante largo tiempo, se había mantenido oculto (el asesinato de un republicano de bien a manos de otros republicanos), Dientes de leche se interesa por la participación en la guerra civil de los voluntarios italianos de Mussolini y El día de mañana por el papel desempeñado, durante la última posguerra pero sobre todo durante la transición, por la Brigada Político-Social (Martínez de Pisón en Carreño, 2011: 46). En ambos casos se trata de episodios poco conocidos o que apenas han sido abordados por los novelistas españoles. Para hacerlo, Martínez de Pisón elabora sendas narraciones dotándolas de una compleja estructura: en la primera —historia de una saga familiar, que se inicia con la llegada a España de Raffaele Cameroni en 1936 y se cierra con su nieto en 1987— destaca el tratamiento del tiempo, basado en el uso frecuente de la anacronía y la elipsis; en la segunda —centrada en la figura de Justo Gil, emigrante que se instala en Barcelona a finales de los 50 o principios de los 60, y luego se convierte en confidente de la policía hasta su muerte en 1978— el juego de voces narrativas permite el retrato —parcial, fragmentario, a veces contradictorio— de un personaje al que nunca escuchamos y solo llegamos a conocer a través de los demás (son más de doce narradores los que se dirigen a un interlocutor oculto).

En los dos relatos reaparecen algunos de los motivos recurrentes del autor: la traición y el envilecimiento personal como partes inherentes del ser humano, en especial cuando las circunstancias históricas colaboran en ello: «no había ideología o credo político que no se aplicara a las cosas pequeñas de la vida, y el fascismo envenenaba todo lo que tocaba», piensa Elisa con relación a su familia en Dientes de leche (Martínez de Pisón, 2009b: 342); el peso del secreto y la carga de la culpa (la de Raffaele durante toda su vida por abandonar a su primera mujer y a su hija deficiente en Italia; la de Justo que, al traicionar a Carme Román, antepone su ambición de medro a su realización personal); en definitiva, el asedio del pasado, del que los personajes no pueden huir por mucho que lo intenten.

En las últimas novelas de Martínez de Pisón sigue siendo inmensa la brecha entre la realidad y el deseo, solo que ahora la realidad parece imponerse más que nunca y con toda su crudeza. Los protagonistas de Carreteras secundarias o El tiempo de las mujeres debían conformarse con una existencia pequeña, limitada, con relación a sus expectativas; los de Dientes de leche y El día de mañana sucumben ante esa realidad: Raffaele, que apenas puede lograr el perdón de sus hijos españoles, regresa a Italia siendo ya anciano, y Justo muere a manos de sus antiguos amigos ultraderechistas, a los que también había traicionado. De este modo, Ignacio Martínez de Pisón invita a sus lectores, en estas nuevas entregas de su novelística, a reflexionar sobre cómo la Historia —en mayúsculas— influye de manera determinante en las historias particulares, cómo no es posible desgajar los destinos particulares del destino colectivo del que todos formamos parte.

A. C.— UNIVERSIDAD DE ALCALÁ

Bibliografía citada

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CARREÑO, Ó. (2011): «Entrevista: Ignacio Martínez de Pisón», Quimera.

Revista de literatura, núm. 331, pp. 44-47.

GRACIA, J. y RÓDENAS DE MOYA, D. (2011): Derrota y restitución de la modernidad 1939-2010, en J. C. Mainer (dir.), Historia de la literatura española, vol. 7, Barcelona, Crítica, 2011.

MAINER, J.-C. (2005): «Ignacio Martínez de Pisón: contando el fin de los buenos tiempos», en A. Encinar y K. M. Glenn (coords.), La pluralidad narrativa: escritores españoles contemporáneos, Madrid, Biblioteca Nueva, pp. 23-42.

MARTÍNEZ DE PISÓN, I. (1987): Antofagasta, Barcelona, Anagrama.

— (1992): Nuevo plano de la ciudad secreta, Barcelona, Anagrama.

— (2007): Las palabras justas, Zaragoza, Xordica.

— (2008a): Carreteras secundarias [1996], Barcelona, Anagrama (Compactos).

— (2008b): María bonita [2001], Barcelona, Anagrama (Compactos).

— (ed.) (2009a): Partes de guerra, Barcelona, RBA.

— (ed.) (2009b): Dientes de leche [2008], Barcelona, Seix Barral (Booket).

— (2010): Aeropuerto de Funchal [2009], Barcelona, Seix Barral (Booket).

PENAS, E. (2009): «La vigencia de la novela de aprendizaje: un análisis de Carreteras secundarias, de Martínez de Pisón, y El viento de la luna, de Muñoz Molina», Anales de literatura española, núm. 21, pp. 117-142.

SPIRES, R. C. (1988): «La estética posmodernista de Ignacio Martínez de Pisón», Anales de la literatura española contemporánea, ALEC, vol. 13, núms. 1-2, pp. 25-36.

 
 
 
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