Clandestinidad,
imagen y uso político
Menéndez Pelayo,
antes de ser el pícaro vagabundo hambriento y bien hablado de Los
muertos no se tocan, nene, el guión que escribió Rafael Azcona, fue
un famoso e importante historiador, cuya bibliografía, hoy como
ayer, forma y formó parte de la literatura clandestina española,
según señaló con brillantez Eugenio d’Ors en su glosa
«Aucells estranys»: «el Glosador ha sostingut alguna vegada que els
llibres d’en Menéndez y Pelayo apertanyen, a Espanya, a la
literatura clandestina» (2003: 407). La idea expuesta por Xenius el
22 de diciembre de 1910, cuando Menéndez Pelayo se encontraba al
final de sus días y preparaba la edición de sus obras completas,
pone de relieve el aislamiento en que se encontraba y la poca
repercusión que su trabajo tenía entre sus contemporáneos, a pesar
de haber sido una figura mediática, como demuestran sus continuas
apariciones en los periódicos, los escándalos que protagonizó y las
polémicas en que se vio inmerso. El desde muy joven llamado «don
Marcelino» supo utilizar como pocos la prensa para popularizar su
imagen y hacer propaganda de sí mismo.
La percepción de
su clandestinidad se agravó tras su muerte, como recuerda Guillermo
de Torre (2003), porque sus principales seguidores fueron curas
oscuros que contribuyeron a su olvido, escudados, para defender su
propia ortodoxia y mantener una recalcitrante línea de pensamiento,
en sus trabajos más polémicos, mientras sus discípulos heterodoxos
lo recuperaban más tarde y lo entendían mejor. Podría pensarse que,
tras la guerra de 1936, don Marcelino, al ser instrumentalizado por
el franquismo, conoció mayor difusión y tuvo más presencia en la
sociedad española, pero esto solo fue así en determinados círculos,
que lo utilizaron para justificar su propia política gracias a la
manipulación y fragmentación de su pensamiento. Casi un siglo
después, Julián Marías repitió la misma idea de Eugenio
d’Ors, y, si era sorprendente percepción en 1910, hoy no lo
resulta en absoluto, cuando se comprueba el desinterés generalizado
por el pasado para entender la propia identidad y que los intentos
de revisión de la política franquista podían haber llevado a
reconsiderar la obra y la figura del polígrafo, convertidos en
estandarte cultural que justificaba el régimen, a pesar de
silenciar aspectos de su pensamiento, como su idea anticentralista
y su certeza de que no había una sola lengua española, sino al
menos tres.
Esta percepción
clandestina se tiene también ahora, cuando se celebran los cien
años de su fallecimiento, y los actos conmemorativos apenas tienen
eco en la prensa y entre la población, mostrando el desconocimiento
y desinterés generalizado por los asuntos culturales y por la
historia propia. En este sentido, si la historia no ha muerto como
proceso, a pesar del anuncio agorero, sí lo está por el abandono
que manifiesta la sociedad hacia los asuntos del pasado. Menéndez
Pelayo no se encuentra integrado en nuestra cultura, es un olvido
más de la olvidadiza patria, que si acaso recuerda a sus figuras
cuando toca conmemorar nacimientos y muertes, como ahora; hace
años, sin embargo, aún lo encontrábamos como argumento en forma de
prejuicio, tanto de la derecha política como de la izquierda, tanto
para los católicos como para los que no lo eran, que apenas
conocían su trabajo y sí las opiniones que otros habían vertido
sobre él. Todavía representaba para algunos una idea de España que
debe ser rechazada y, para otros, lo contrario. Y, sin embargo, ese
proyecto que defendieron la derecha franquista y otros después no
se justifica, al menos no totalmente, con lo expuesto por él, como
ya se ha señalado.
A la vista del
desarrollo de las diversas materias que trató —y lo trató
prácticamente todo: la ciencia, la religión, la historia, la
literatura, la política, la filología clásica, la cultura
hispanoamericana, las traducciones, las instituciones
culturales—, parece conveniente acercarse a su obra sin todo
aquello que la envuelve, sin los prejuicios de unos y de otros, sin
juzgar su persona, ni a su obra por la persona, como hizo él tantas
veces en los Heterodoxos, pero no en los otros trabajos. Convendría
no reproducir sus errorres e intentar valorar su aportación desde
su contexto histórico. Este acercamiento, que aquí se ha intentado,
depara sorpresas, porque Menéndez Pelayo fue un historiador como
otros importantes de su época a los que, a diferencia de a él, no
se les acusa de sus arbitrariedades, ni tampoco se les exige que
renuncien a sus creencias ni a su falta de relativismo cultural,
algo que aún no existía en la época. Por eso, los historiadores
mostraron su patriotismo y manifestaron su fe religiosa, la que
fuese, sin disimulo, como recuerda Teodosio Fernández. Que se
implicaran en sus relatos historiográficos aparece como un valor
—incluso el uso de la ironía, como en Gibbon, es valorado
positivamente por los críticos posteriores como un punto de
vista—, mientras que ese mismo recurso se cuestiona en
Menéndez Pelayo. Quizá fue Baquero Goyanes (1956) el primero en
reparar valorativamente en este aspecto de su crítica.
El prejuicio sobre
su figura y su obra viene dado también porque la propaganda de uno
y otro grupo ideológico —interesados en mantener su
interpretación— se quedó (y así se ha proyectado) con una
época de su vida y una parte de su obra: son los años juveniles, en
los que destaca el brindis del Retiro con motivo del centenario de
Calderón de la Barca, y los Heterodoxos españoles los que sustentan
la imagen de un Menéndez católico cerrado, pendenciero y polémico.
Como tantas veces ocurre, una obra o una intervención pública
determinan el olvido del resto de la producción y la imagen que se
conoce y ofrece de alguien, en este caso, de él. Como en otras
ocasiones, se construye el retrato total desde una parte o porción,
desde un detalle que es indicio de algo concreto sucedido en un
momento, que se eleva a categoría o generalidad absoluta. Pero
Menéndez Pelayo no escribió solo los Heterodoxos ni fue solo y
siempre joven, aunque sí fuera un niño grande, como señalan no
pocos. Es cierto que esa época fue especialmente ruidosa por sus
polémicas y por los efectos de su ambición, que le llevó a hacerse
compañero de viaje de los neocatólicos —algo que pagó caro y
durante el resto de su vida—, pero no es menos cierto que
pronto se apartó de ellos y cambió su pensamiento.
El de los
Heterodoxos es un episodio con dos partes, del que se suele olvidar
la última, en una larga carrera que integró además otros trabajos
tanto o más importantes. Menéndez Pelayo fundó en muchos sentidos
buena parte de los estudios científico-humanísticos españoles y
para ello utilizó lo que de bueno había en el pasado, pero también
usó las novedades europeas e innovó, con el consiguiente error en
ocasiones, como siempre sucede y más a quien comienza algo. Así,
por ejemplo, frente a la preferencia por la Edad Media, que
implicaba la defensa del catolicismo, apostó por el Renacimento y
el Humanismo, novedad europea que introduce en España, como apuesta
por valores clásicos frente a los cristianos. También incorporó
como sistema el método comparatista, que antes habían empleado
Martín Sarmiento y Juan Andrés; utilizar este método le permitió
demostrar una de sus obsesiones: que España no estaba al margen de
lo que sucedía en Europa, que no era una isla, y así hizo evidente
la vinculación del pensamiento religioso (es decir, político),
heterodoxo, estético, filológico, filosófico, etc., español con el
europeo en sus diferentes trabajos. Como era esencialmente
historiador y como tenía una mente asociativa que relacionaba y
sobre todo contextualizaba, sus trabajos son reconstrucciones de
España desde diferentes puntos de vista y materias. Leopoldo Alas
Clarín lo vio bien cuando le comparó con Mommsen y con Taine,
capaces en sus trabajos historiográficos de reconstruir épocas y
civilizaciones, y a ellos se pueden añadir personajes como el
citado Gibbon o Burckhardt. Atender a los contextos le permitió
hacer historia de las continuidades —algo recuperado solo
recientemente—, de las instituciones y de la sociabilidad,
aunque no la denominara así. Una de sus continuidades más
frecuentes fue la que mostraba la unidad nacional, mediante la
permanencia de la Hispania romana en la España posterior. Esta
continuidad incluía la identidad mediante diversas lenguas, el
anacronismo de considerar una esencia inmutable y, por tanto, un
patrón español del que unas veces se estaba más lejos y otras más
cerca. Su modelo era clásico y cristiano.
Fue, igualmente,
un historiador de las ideas, pero también de los conceptos; un
historiador de la cultura, cuyo interés final (pero desde el
principio, según se columbra en su programa de oposiciones) fue
recuperar la cultura nacional y valorar el papel que esa cultura,
en tanto que Tradición, jugaba en la consolidación de la nación y
en la percepción que los individuos tenían de sí mismos. En 1905,
en un discurso ante el Cuerpo de Bibliotecarios y Archiveros, se
retrataba como guardián de la tradición..., como bibliotecario.
Controvertido
Pero la suya no
fue la tranquila vida de un bibliotecario, aunque ese bibliotecario
fuera un poeta tan enigmático como Philip Larkin o un escritor
ciego como Jorge Luis Borges. Ya se señaló que la controversia le
acompañó siempre. Y son varias las razones que explican este hecho.
Por un lado, en un principio, su deseo de triunfar pronto y su
ligereza a la hora de obrar. Esto le llevó a embarcarse en
proyectos para los que aún no estaba suficientemente maduro y a
unirse a la derecha más recalcitrante, a pesar de provenir de las
filas liberales, pues su padre figuró en ellas. Este afán de
triunfar pronto, de confirmar la grandeza del niño prodigio, le
hizo unirse a ese grupo que le allanó el camino en cuestiones
básicas como el logro de la cátedra antes de la edad legal, el
ingreso en la Real Academia Española y tantos otros favores, para
los que se esperaban las compensaciones correspondientes, siendo
los Heterodoxos, como La ciencia española, parte de esa respuesta-
estrategia. A estas acciones objetivas, hay que añadir otras
igualmente señeras, como su perfil polémico. En esos años, y
después, Menéndez Pelayo es un asiduo y un reclamo en la prensa,
tanto católica como liberal: ya sea para alabarlo, ya para
denostarlo o para burlarse de él, su presencia es constante, y
pronto, los mismos que le auparon, iniciaron un proceso de venganza
y denostación al comprobar que, el que había sido suyo, se alejaba
de ellos y renunciaba a figurar entre ellos. Juan Valera se lo
había pedido mientras publicaba los Heterodoxos, pero Leopoldo
Alas, años antes, lo había vaticinado, porque se daba cuenta de que
Marcelino nada tenía que ver con los neos. Vive entre ellos, «pero
de seguro que tampoco está contento, porque entre ellos y él, a
pesar de las apariencias, hay abismos. El mejor día se les escapa,
pese a las alabanzas inmoderadas, y acaso por ellas. Se les
escapará el día en que advierta que el incienso está envenenado»
(1971: 38).
Pero la
controversia le acompañó también porque quiso ser independiente y
porque su vida privada dejó mucho que desear siempre, lo que, tal
vez, era otra forma de independencia. Independencia que llevó a que
el periódico republicano El Globo le dedicara un artículo en fecha
tan temprana como 1884 calificándolo de salvajemente independiente;
esa misma independencia le hacía criticar o no callar su opinión
tanto acerca de los católicos y tradicionalistas, como de los
krausistas, socialistas y liberales, a los que a medida que
avanzaban los años se acercaba. No formar en ningún bloque, partido
o grupo de poder se paga, como ya se sabe, y en su caso, además,
hay que sumar la traición que hizo a los neos al abandonarlos.
Por lo que
respecta a su vida privada, escándalos amorosos y sexuales, excesos
en la comida y con la bebida, paraguazos con Emilio Cotarelo,
jalonan sus días, y de ellos queda constancia en artículos
periodísticos, cartas de colegas y contemporáneos, e incluso en
algunas semblanzas. Esta vida desarreglada y noctívaga, de la que
muy temprano se hacía eco la condesa de Pardo Bazán y que supuso
que la familia destacara a Madrid al novelista y amigo José M.ª de
Pereda para que le hiciera entrar en razón y corrigiera sus
costumbres, adaptándolas a las de un joven católico, influyó de
forma notable en que la «buena sociedad» le rechazara y él mismo
acabara por refugiarse, como alguna vez escribió Miguel de Unamuno,
en los libros y en logro de sus ambiciones y aspiraciones, que
tanto eran exaltación en el éxito como enorme mortificación en el
fracaso. Pero, en realidad, Menéndez Pelayo era un animal social
que gozaba en los salones, bailes y tertulias. No escasean los
testimonios que lo muestran como un sabio excéntrico, ya joven ya
de mediana edad, que en esos espacios de sociabilidad recorre los
salones mientras habla solo, se pone en la cabeza una fuente como
si fuera un sombrero, juega con los tizones de la chimenea y se
quema..., porque está ensimismado en sus pensamientos. Pasado el
tiempo, él mismo tiene cartas en las que expone su deseo de
retirarse del mundo y abandonar sus cargos políticos, de volver a
Santander porque Madrid es una ciudad que nunca le gustó, pero, a
fuer de ser sincero, solo la enfermedad pudo acabar con ese deseo
de público y publicidad.
Su imagen
conflictiva, por tanto, no es solo fruto de la manipulación llevada
a cabo por los conservadores de Acción Católica ni por los
pensadores franquistas, desde que al ministro Pedro Sainz Rodríguez
se le ocurrió fundamentar ideológicamente en su obra la idea de la
nueva España, ni por los de izquierda, tras la guerra de 1936; el
conflicto y la controversia le acompañaron desde pronto. Ese
aspecto de su personalidad no se ha olvidado en este monográfico
dedicado a su figura, porque es central y una de las razones de lo
mal o desenfocadamente que le conocemos (Borja Rodríguez
Gutiérrez). Sus biógrafos han sido apologistas de un santo laico
—como Bonilla y San Martín y Sánchez Reyes, aunque la de este
sea excelente por otras razones; no tanto la reciente de Serrano
Vélez (2012)—, y él mismo se sintió a menudo presa de la
imagen que había construido en sus primeros días de niño prodigio,
soberbio y destemplado de la derecha más reaccionaria. Por lo
demás, los artículos que se presentan a continuación son visiones
que ponen de relieve las virtudes y los límites de su producción,
así como su influjo, considerado como historiador (José Martínez
Millán), filósofo (Ramón Emilio Mandado), creador de los estudios
clásicos (Francisco García Jurado), responsable de la primera
antología, convertida después en historia de la literatura
hispanoamericana (Teodosio Fernández), revalorizador del Humanismo
(Alberto Blecua) y pensador sobre España (Antonio Morales Moya),
pero también se presta atención a sus obras mayores, a su
significado en el momento de su redacción y a su vigencia hoy: a la
Historia de las ideas estéticas (M.ª José Rodríguez Sánchez de
León), a los Heterodoxos (Joaquín Álvarez Barrientos), a los
Orígenes de la novela (Ana Luisa Baquero Escudero) y su edición de
las obras de Lope de Vega (Florencia Calvo), truncada por el
episodio de su no elección como director de la Academia en 1906. No
ser elegido significó un desaire, una bofetada a su orgullo, el
final de varias amistades, el abandono de la Corporación y de las
obras del «monstruo de naturaleza».
Algunas de las
cosas, entre otras, que se concluyen tras estas revisiones tienen
que ver con su destacado papel en la construcción de los estudios
sobre la «tradición clásica» y con su gran influencia en
Hispanoamérica, como se atestigua desde Alfonso Reyes y Henríquez
Ureña hasta hoy. Menéndez Pelayo pensaba que si la literatura
inglesa era también la norteamericana; literatura española era, así
mismo, la que se escribía en esa lengua más allá del Atlántico. Por
eso pensó en potenciar la unidad mediante la lengua y la redacción
de una historia de la literatura común, como le propuso el
colombiano Miguel Antonio Caro, pues su idea de España también
incluía la dimensión americana. Acostumbrados de forma tópica a
verle como el autor de los Heterodoxos y, un poco más allá, también
de las Ideas estéticas, esta dimensión de sus intereses suele
olvidarse, cuando son tempranos y originarios; en especial, cuanto
tiene que ver con el mundo clásico, que determinó sus gustos
estéticos y cuya preferencia hizo que le acusaran de tener una
imaginación enferma que se resumía en la imagen de Venus rezando el
rosario, según el muy conservador El siglo futuro del 15 de agosto
de 1882. Quizá por eso quiso publicar determinados versos «verdes»
que el gran humanista Sánchez Barbero había escrito, aunque
pretendía hacerlo con rigor filológico pero de forma anónima.
Menéndez Pelayo y
la olvidadiza patria
Consecuencia sobre
todo del efecto de los tópicos sobre su pensamiento, Menéndez
Pelayo no es hoy un referente en nuestra cultura, pero, ¿debe
serlo?, ¿y quién lo es? En las aulas se estudia a Cervantes, a
Larra, a Pérez Galdós, y cada uno responde a un concepto
interpretativo, a una imagen por la que se le reconoce y olvida. A
Menéndez Pelayo se le utiliza como base de datos de la que extraer
fácilmente información erudita. Pero tampoco están en el horizonte
de la filología ni del pensamiento otros de tendencia política
distinta, como Menéndez Pidal, por ejemplo, aunque su obra es desde
luego menor en comparación con la de su maestro y el área de
conocimiento haya evolucionado más. Sin embargo, Menéndez Pelayo
es, además de una fuente de información, una perspectiva sobre
España, y una perspectiva que, a diferencia de otras, incluye la
diversidad cultural de los territorios, a pesar del silenciamiento
franquista de este aspecto de su obra. Si Ortega y Gasset y los
hombres del 98 pensaron España y produjeron obra al respecto,
Menéndez es uno más en esa pléyade que desde el Regeneracionismo y
la Restauración reflexionó sobre ella y sobre su futuro, sobre el
país que deseaban. Pensó la nación y el Estado, que distinguía
claramente, como señala Martínez Millán, desde la cultura y los
pensó de forma diacrónica —aunque prefiriera unas épocas
sobre otras, en especial el siglo XVI—, y ese pensamiento fue
más complejo que otras propuestas (por su mayor riqueza de
conocimiento), lo que, con frecuencia, supuso la revalorización de
personajes y periodos.
Hoy, cuando el
interés de la comunidad no parece ir en la línea de recuperar
figuras del pasado, cuando parece que no interesa pensar en lo que
somos desde lo que fuimos, ni tampoco, o mal, como proyecto de
futuro, ¿tiene sentido pensar en Menéndez Pelayo y recuperarlo del
olvido? Supongo que habrá tantas respuestas como individuos y,
seguramente, la mayoría piense que no tiene sentido ni es
necesario. La historia no ha muerto, pero vivimos como si no
existiera y como si no «produjéramos» historia, es decir, sin
conciencia del sentido y de las consecuencias de nuestras acciones.
La olvidadiza patria, mencionada a veces por don Marcelino,
prefiere no recordar a aquellos que la construyeron, la hicieron
grande o contribuyeron a aumentar su riqueza o la propia conciencia
de su ser. Y sin embargo, hay figuras que no deberían olvidarse, se
esté o no se esté de acuerdo con su pensamiento, fe religiosa o
credo político. Una de ellas es Menéndez Pelayo; otra, más cercana,
pero ya igualmente clandestina, es Julio Caro Baroja, mente crítica
y salvajemente independiente como la del erudito cántabro. Es obvio
que más fructífero resulta establecer con ellas un diálogo que
pueda acercar a la comprensión de lo que somos, como señalaba en
1932 Luis Araquistáin, y a hacer que el pasado deje de ser ese
territorio de enfrentamiento del que unos y otros quieren
apropiarse en la idea de que así acallarán opiniones disidentes
La agradecida
patria debería recordar a sus grandes hombres e insertarlos en el
sistema de reconocimiento del pasado. El catolicismo del que se
acusa al erudito, como si su condición religiosa lo explicara todo,
en realidad no da ni la clave ni explica la dimensión de su obra,
aunque su punto de partida fueran planteamientos católicos. Él,
como la mayoría entonces, lo era, pero de su intransigencia
religiosa juvenil se alejó para acercarse a posturas más abiertas,
que le enfrentaron con sectores de la Iglesia para los que él mismo
fue un heterodoxo. Por no alistarse en uno u otro bando, era
demasiado liberal para los conservadores y demasiado conservador
para los liberales. Si su pensamiento religioso influyó en los
Heterodoxos —que era en principio historia religiosa—,
no sucedió lo mismo en las otras obras que inició después: las
relativas a Horacio, al mundo clásico, a los filósofos, a la
novela, a la estética.
Su error
biográfico, visto con la distancia del tiempo, es que desde su
juventud estuvo sometido a los intereses y a la utilización por
parte de otros (con los que a veces coincidió temporal o
transitoriamente), de modo que sirvió más a los propósitos de
terceros que a los suyos propios. Incluso en algo que puede parecer
tan anecdótico como el modelo de ortografía que debería seguir y
patrocinar la Academia, fue pasto de la manipulación, pues Julio
Cejador, en 1919, ya muerto el erudito, falsificó una carta,
supuestamente dirigida al presidente de la Española, Alejandro
Pidal y Mon, en la que Menéndez prefería el criterio del uso y la
mayor simplificación posible, una ortografía racional. Cejador,
siempre enfrentado a la Corporación, se valió del prestigio del
cántabro para lanzar un ataque a los académicos y autorizar su
propio pensamiento ortográfico. Significativamente, el libro en el
que incluyó la carta se titula Ortografía racional, mamarrachos
académicos, o sea la R. Academia española juzgada por D. Marcelino
Menéndez Pelayo. Carta inédita de este eminente crítico. Años
después, al publicarlo en Madrid, Cejador cambió ese título por
este otro: Mamarrachos académicos, o sea la R. Academia española
juzgada por D. Marcelino Menéndez Pelayo. Carta inédita (¿) de este
eminente crítico a D. Alejandro Pidal y Mon, dando más relevancia a
la opinión que le merecían los académicos y manteniendo el papel
protagonista del santanderino (Álvarez Barrientos, 2012b).
De modo que, como
se ve, está olvidado, pero según. Para la enorme mayoría es un
nombre que significa un tópico o un prejuicio, una idea de España
trasnochada, para otros es una parada del Metro de Madrid o el
nombre de una biblioteca, y para unos pocos un erudito. Para otros
menos es alguien que se puede utilizar, también fraudulentamente,
para que autorice las propias ideas. Es posible que, gustoso como
estaba de ser protagonista, esta dispersión de su imagen y
presencia, este variado modo de manifestarse en sociedad, le
agradara, y cabe pensar que, quizá, la recreación de sí mismo que
más le gustara fuera la del pícaro vagabundo hambriento y bien
hablado de Los muertos no se tocan, nene, la novela que escribió
Rafael Azcona.
J. Á.
B.—CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Y REAL
SOCIEDAD MENÉNDEZ PELAYO
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