INSULA

Menéndez Pelayo (1856-1912), revisiones necesarias
Número 790 . Octubre 2012

 
 

JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS / MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO, UN ESCRITOR CLANDESTINO


 

Clandestinidad, imagen y uso político

Menéndez Pelayo, antes de ser el pícaro vagabundo hambriento y bien hablado de Los muertos no se tocan, nene, el guión que escribió Rafael Azcona, fue un famoso e importante historiador, cuya bibliografía, hoy como ayer, forma y formó parte de la literatura clandestina española, según señaló con brillantez Eugenio d’Ors en su glosa «Aucells estranys»: «el Glosador ha sostingut alguna vegada que els llibres d’en Menéndez y Pelayo apertanyen, a Espanya, a la literatura clandestina» (2003: 407). La idea expuesta por Xenius el 22 de diciembre de 1910, cuando Menéndez Pelayo se encontraba al final de sus días y preparaba la edición de sus obras completas, pone de relieve el aislamiento en que se encontraba y la poca repercusión que su trabajo tenía entre sus contemporáneos, a pesar de haber sido una figura mediática, como demuestran sus continuas apariciones en los periódicos, los escándalos que protagonizó y las polémicas en que se vio inmerso. El desde muy joven llamado «don Marcelino» supo utilizar como pocos la prensa para popularizar su imagen y hacer propaganda de sí mismo.

La percepción de su clandestinidad se agravó tras su muerte, como recuerda Guillermo de Torre (2003), porque sus principales seguidores fueron curas oscuros que contribuyeron a su olvido, escudados, para defender su propia ortodoxia y mantener una recalcitrante línea de pensamiento, en sus trabajos más polémicos, mientras sus discípulos heterodoxos lo recuperaban más tarde y lo entendían mejor. Podría pensarse que, tras la guerra de 1936, don Marcelino, al ser instrumentalizado por el franquismo, conoció mayor difusión y tuvo más presencia en la sociedad española, pero esto solo fue así en determinados círculos, que lo utilizaron para justificar su propia política gracias a la manipulación y fragmentación de su pensamiento. Casi un siglo después, Julián Marías repitió la misma idea de Eugenio d’Ors, y, si era sorprendente percepción en 1910, hoy no lo resulta en absoluto, cuando se comprueba el desinterés generalizado por el pasado para entender la propia identidad y que los intentos de revisión de la política franquista podían haber llevado a reconsiderar la obra y la figura del polígrafo, convertidos en estandarte cultural que justificaba el régimen, a pesar de silenciar aspectos de su pensamiento, como su idea anticentralista y su certeza de que no había una sola lengua española, sino al menos tres.

Esta percepción clandestina se tiene también ahora, cuando se celebran los cien años de su fallecimiento, y los actos conmemorativos apenas tienen eco en la prensa y entre la población, mostrando el desconocimiento y desinterés generalizado por los asuntos culturales y por la historia propia. En este sentido, si la historia no ha muerto como proceso, a pesar del anuncio agorero, sí lo está por el abandono que manifiesta la sociedad hacia los asuntos del pasado. Menéndez Pelayo no se encuentra integrado en nuestra cultura, es un olvido más de la olvidadiza patria, que si acaso recuerda a sus figuras cuando toca conmemorar nacimientos y muertes, como ahora; hace años, sin embargo, aún lo encontrábamos como argumento en forma de prejuicio, tanto de la derecha política como de la izquierda, tanto para los católicos como para los que no lo eran, que apenas conocían su trabajo y sí las opiniones que otros habían vertido sobre él. Todavía representaba para algunos una idea de España que debe ser rechazada y, para otros, lo contrario. Y, sin embargo, ese proyecto que defendieron la derecha franquista y otros después no se justifica, al menos no totalmente, con lo expuesto por él, como ya se ha señalado.

A la vista del desarrollo de las diversas materias que trató —y lo trató prácticamente todo: la ciencia, la religión, la historia, la literatura, la política, la filología clásica, la cultura hispanoamericana, las traducciones, las instituciones culturales—, parece conveniente acercarse a su obra sin todo aquello que la envuelve, sin los prejuicios de unos y de otros, sin juzgar su persona, ni a su obra por la persona, como hizo él tantas veces en los Heterodoxos, pero no en los otros trabajos. Convendría no reproducir sus errorres e intentar valorar su aportación desde su contexto histórico. Este acercamiento, que aquí se ha intentado, depara sorpresas, porque Menéndez Pelayo fue un historiador como otros importantes de su época a los que, a diferencia de a él, no se les acusa de sus arbitrariedades, ni tampoco se les exige que renuncien a sus creencias ni a su falta de relativismo cultural, algo que aún no existía en la época. Por eso, los historiadores mostraron su patriotismo y manifestaron su fe religiosa, la que fuese, sin disimulo, como recuerda Teodosio Fernández. Que se implicaran en sus relatos historiográficos aparece como un valor —incluso el uso de la ironía, como en Gibbon, es valorado positivamente por los críticos posteriores como un punto de vista—, mientras que ese mismo recurso se cuestiona en Menéndez Pelayo. Quizá fue Baquero Goyanes (1956) el primero en reparar valorativamente en este aspecto de su crítica.

El prejuicio sobre su figura y su obra viene dado también porque la propaganda de uno y otro grupo ideológico —interesados en mantener su interpretación— se quedó (y así se ha proyectado) con una época de su vida y una parte de su obra: son los años juveniles, en los que destaca el brindis del Retiro con motivo del centenario de Calderón de la Barca, y los Heterodoxos españoles los que sustentan la imagen de un Menéndez católico cerrado, pendenciero y polémico. Como tantas veces ocurre, una obra o una intervención pública determinan el olvido del resto de la producción y la imagen que se conoce y ofrece de alguien, en este caso, de él. Como en otras ocasiones, se construye el retrato total desde una parte o porción, desde un detalle que es indicio de algo concreto sucedido en un momento, que se eleva a categoría o generalidad absoluta. Pero Menéndez Pelayo no escribió solo los Heterodoxos ni fue solo y siempre joven, aunque sí fuera un niño grande, como señalan no pocos. Es cierto que esa época fue especialmente ruidosa por sus polémicas y por los efectos de su ambición, que le llevó a hacerse compañero de viaje de los neocatólicos —algo que pagó caro y durante el resto de su vida—, pero no es menos cierto que pronto se apartó de ellos y cambió su pensamiento.

El de los Heterodoxos es un episodio con dos partes, del que se suele olvidar la última, en una larga carrera que integró además otros trabajos tanto o más importantes. Menéndez Pelayo fundó en muchos sentidos buena parte de los estudios científico-humanísticos españoles y para ello utilizó lo que de bueno había en el pasado, pero también usó las novedades europeas e innovó, con el consiguiente error en ocasiones, como siempre sucede y más a quien comienza algo. Así, por ejemplo, frente a la preferencia por la Edad Media, que implicaba la defensa del catolicismo, apostó por el Renacimento y el Humanismo, novedad europea que introduce en España, como apuesta por valores clásicos frente a los cristianos. También incorporó como sistema el método comparatista, que antes habían empleado Martín Sarmiento y Juan Andrés; utilizar este método le permitió demostrar una de sus obsesiones: que España no estaba al margen de lo que sucedía en Europa, que no era una isla, y así hizo evidente la vinculación del pensamiento religioso (es decir, político), heterodoxo, estético, filológico, filosófico, etc., español con el europeo en sus diferentes trabajos. Como era esencialmente historiador y como tenía una mente asociativa que relacionaba y sobre todo contextualizaba, sus trabajos son reconstrucciones de España desde diferentes puntos de vista y materias. Leopoldo Alas Clarín lo vio bien cuando le comparó con Mommsen y con Taine, capaces en sus trabajos historiográficos de reconstruir épocas y civilizaciones, y a ellos se pueden añadir personajes como el citado Gibbon o Burckhardt. Atender a los contextos le permitió hacer historia de las continuidades —algo recuperado solo recientemente—, de las instituciones y de la sociabilidad, aunque no la denominara así. Una de sus continuidades más frecuentes fue la que mostraba la unidad nacional, mediante la permanencia de la Hispania romana en la España posterior. Esta continuidad incluía la identidad mediante diversas lenguas, el anacronismo de considerar una esencia inmutable y, por tanto, un patrón español del que unas veces se estaba más lejos y otras más cerca. Su modelo era clásico y cristiano.

Fue, igualmente, un historiador de las ideas, pero también de los conceptos; un historiador de la cultura, cuyo interés final (pero desde el principio, según se columbra en su programa de oposiciones) fue recuperar la cultura nacional y valorar el papel que esa cultura, en tanto que Tradición, jugaba en la consolidación de la nación y en la percepción que los individuos tenían de sí mismos. En 1905, en un discurso ante el Cuerpo de Bibliotecarios y Archiveros, se retrataba como guardián de la tradición..., como bibliotecario.

Controvertido

Pero la suya no fue la tranquila vida de un bibliotecario, aunque ese bibliotecario fuera un poeta tan enigmático como Philip Larkin o un escritor ciego como Jorge Luis Borges. Ya se señaló que la controversia le acompañó siempre. Y son varias las razones que explican este hecho. Por un lado, en un principio, su deseo de triunfar pronto y su ligereza a la hora de obrar. Esto le llevó a embarcarse en proyectos para los que aún no estaba suficientemente maduro y a unirse a la derecha más recalcitrante, a pesar de provenir de las filas liberales, pues su padre figuró en ellas. Este afán de triunfar pronto, de confirmar la grandeza del niño prodigio, le hizo unirse a ese grupo que le allanó el camino en cuestiones básicas como el logro de la cátedra antes de la edad legal, el ingreso en la Real Academia Española y tantos otros favores, para los que se esperaban las compensaciones correspondientes, siendo los Heterodoxos, como La ciencia española, parte de esa respuesta- estrategia. A estas acciones objetivas, hay que añadir otras igualmente señeras, como su perfil polémico. En esos años, y después, Menéndez Pelayo es un asiduo y un reclamo en la prensa, tanto católica como liberal: ya sea para alabarlo, ya para denostarlo o para burlarse de él, su presencia es constante, y pronto, los mismos que le auparon, iniciaron un proceso de venganza y denostación al comprobar que, el que había sido suyo, se alejaba de ellos y renunciaba a figurar entre ellos. Juan Valera se lo había pedido mientras publicaba los Heterodoxos, pero Leopoldo Alas, años antes, lo había vaticinado, porque se daba cuenta de que Marcelino nada tenía que ver con los neos. Vive entre ellos, «pero de seguro que tampoco está contento, porque entre ellos y él, a pesar de las apariencias, hay abismos. El mejor día se les escapa, pese a las alabanzas inmoderadas, y acaso por ellas. Se les escapará el día en que advierta que el incienso está envenenado» (1971: 38).

Pero la controversia le acompañó también porque quiso ser independiente y porque su vida privada dejó mucho que desear siempre, lo que, tal vez, era otra forma de independencia. Independencia que llevó a que el periódico republicano El Globo le dedicara un artículo en fecha tan temprana como 1884 calificándolo de salvajemente independiente; esa misma independencia le hacía criticar o no callar su opinión tanto acerca de los católicos y tradicionalistas, como de los krausistas, socialistas y liberales, a los que a medida que avanzaban los años se acercaba. No formar en ningún bloque, partido o grupo de poder se paga, como ya se sabe, y en su caso, además, hay que sumar la traición que hizo a los neos al abandonarlos.

Por lo que respecta a su vida privada, escándalos amorosos y sexuales, excesos en la comida y con la bebida, paraguazos con Emilio Cotarelo, jalonan sus días, y de ellos queda constancia en artículos periodísticos, cartas de colegas y contemporáneos, e incluso en algunas semblanzas. Esta vida desarreglada y noctívaga, de la que muy temprano se hacía eco la condesa de Pardo Bazán y que supuso que la familia destacara a Madrid al novelista y amigo José M.ª de Pereda para que le hiciera entrar en razón y corrigiera sus costumbres, adaptándolas a las de un joven católico, influyó de forma notable en que la «buena sociedad» le rechazara y él mismo acabara por refugiarse, como alguna vez escribió Miguel de Unamuno, en los libros y en logro de sus ambiciones y aspiraciones, que tanto eran exaltación en el éxito como enorme mortificación en el fracaso. Pero, en realidad, Menéndez Pelayo era un animal social que gozaba en los salones, bailes y tertulias. No escasean los testimonios que lo muestran como un sabio excéntrico, ya joven ya de mediana edad, que en esos espacios de sociabilidad recorre los salones mientras habla solo, se pone en la cabeza una fuente como si fuera un sombrero, juega con los tizones de la chimenea y se quema..., porque está ensimismado en sus pensamientos. Pasado el tiempo, él mismo tiene cartas en las que expone su deseo de retirarse del mundo y abandonar sus cargos políticos, de volver a Santander porque Madrid es una ciudad que nunca le gustó, pero, a fuer de ser sincero, solo la enfermedad pudo acabar con ese deseo de público y publicidad.

Su imagen conflictiva, por tanto, no es solo fruto de la manipulación llevada a cabo por los conservadores de Acción Católica ni por los pensadores franquistas, desde que al ministro Pedro Sainz Rodríguez se le ocurrió fundamentar ideológicamente en su obra la idea de la nueva España, ni por los de izquierda, tras la guerra de 1936; el conflicto y la controversia le acompañaron desde pronto. Ese aspecto de su personalidad no se ha olvidado en este monográfico dedicado a su figura, porque es central y una de las razones de lo mal o desenfocadamente que le conocemos (Borja Rodríguez Gutiérrez). Sus biógrafos han sido apologistas de un santo laico —como Bonilla y San Martín y Sánchez Reyes, aunque la de este sea excelente por otras razones; no tanto la reciente de Serrano Vélez (2012)—, y él mismo se sintió a menudo presa de la imagen que había construido en sus primeros días de niño prodigio, soberbio y destemplado de la derecha más reaccionaria. Por lo demás, los artículos que se presentan a continuación son visiones que ponen de relieve las virtudes y los límites de su producción, así como su influjo, considerado como historiador (José Martínez Millán), filósofo (Ramón Emilio Mandado), creador de los estudios clásicos (Francisco García Jurado), responsable de la primera antología, convertida después en historia de la literatura hispanoamericana (Teodosio Fernández), revalorizador del Humanismo (Alberto Blecua) y pensador sobre España (Antonio Morales Moya), pero también se presta atención a sus obras mayores, a su significado en el momento de su redacción y a su vigencia hoy: a la Historia de las ideas estéticas (M.ª José Rodríguez Sánchez de León), a los Heterodoxos (Joaquín Álvarez Barrientos), a los Orígenes de la novela (Ana Luisa Baquero Escudero) y su edición de las obras de Lope de Vega (Florencia Calvo), truncada por el episodio de su no elección como director de la Academia en 1906. No ser elegido significó un desaire, una bofetada a su orgullo, el final de varias amistades, el abandono de la Corporación y de las obras del «monstruo de naturaleza».

Algunas de las cosas, entre otras, que se concluyen tras estas revisiones tienen que ver con su destacado papel en la construcción de los estudios sobre la «tradición clásica» y con su gran influencia en Hispanoamérica, como se atestigua desde Alfonso Reyes y Henríquez Ureña hasta hoy. Menéndez Pelayo pensaba que si la literatura inglesa era también la norteamericana; literatura española era, así mismo, la que se escribía en esa lengua más allá del Atlántico. Por eso pensó en potenciar la unidad mediante la lengua y la redacción de una historia de la literatura común, como le propuso el colombiano Miguel Antonio Caro, pues su idea de España también incluía la dimensión americana. Acostumbrados de forma tópica a verle como el autor de los Heterodoxos y, un poco más allá, también de las Ideas estéticas, esta dimensión de sus intereses suele olvidarse, cuando son tempranos y originarios; en especial, cuanto tiene que ver con el mundo clásico, que determinó sus gustos estéticos y cuya preferencia hizo que le acusaran de tener una imaginación enferma que se resumía en la imagen de Venus rezando el rosario, según el muy conservador El siglo futuro del 15 de agosto de 1882. Quizá por eso quiso publicar determinados versos «verdes» que el gran humanista Sánchez Barbero había escrito, aunque pretendía hacerlo con rigor filológico pero de forma anónima.

Menéndez Pelayo y la olvidadiza patria

Consecuencia sobre todo del efecto de los tópicos sobre su pensamiento, Menéndez Pelayo no es hoy un referente en nuestra cultura, pero, ¿debe serlo?, ¿y quién lo es? En las aulas se estudia a Cervantes, a Larra, a Pérez Galdós, y cada uno responde a un concepto interpretativo, a una imagen por la que se le reconoce y olvida. A Menéndez Pelayo se le utiliza como base de datos de la que extraer fácilmente información erudita. Pero tampoco están en el horizonte de la filología ni del pensamiento otros de tendencia política distinta, como Menéndez Pidal, por ejemplo, aunque su obra es desde luego menor en comparación con la de su maestro y el área de conocimiento haya evolucionado más. Sin embargo, Menéndez Pelayo es, además de una fuente de información, una perspectiva sobre España, y una perspectiva que, a diferencia de otras, incluye la diversidad cultural de los territorios, a pesar del silenciamiento franquista de este aspecto de su obra. Si Ortega y Gasset y los hombres del 98 pensaron España y produjeron obra al respecto, Menéndez es uno más en esa pléyade que desde el Regeneracionismo y la Restauración reflexionó sobre ella y sobre su futuro, sobre el país que deseaban. Pensó la nación y el Estado, que distinguía claramente, como señala Martínez Millán, desde la cultura y los pensó de forma diacrónica —aunque prefiriera unas épocas sobre otras, en especial el siglo XVI—, y ese pensamiento fue más complejo que otras propuestas (por su mayor riqueza de conocimiento), lo que, con frecuencia, supuso la revalorización de personajes y periodos.

Hoy, cuando el interés de la comunidad no parece ir en la línea de recuperar figuras del pasado, cuando parece que no interesa pensar en lo que somos desde lo que fuimos, ni tampoco, o mal, como proyecto de futuro, ¿tiene sentido pensar en Menéndez Pelayo y recuperarlo del olvido? Supongo que habrá tantas respuestas como individuos y, seguramente, la mayoría piense que no tiene sentido ni es necesario. La historia no ha muerto, pero vivimos como si no existiera y como si no «produjéramos» historia, es decir, sin conciencia del sentido y de las consecuencias de nuestras acciones. La olvidadiza patria, mencionada a veces por don Marcelino, prefiere no recordar a aquellos que la construyeron, la hicieron grande o contribuyeron a aumentar su riqueza o la propia conciencia de su ser. Y sin embargo, hay figuras que no deberían olvidarse, se esté o no se esté de acuerdo con su pensamiento, fe religiosa o credo político. Una de ellas es Menéndez Pelayo; otra, más cercana, pero ya igualmente clandestina, es Julio Caro Baroja, mente crítica y salvajemente independiente como la del erudito cántabro. Es obvio que más fructífero resulta establecer con ellas un diálogo que pueda acercar a la comprensión de lo que somos, como señalaba en 1932 Luis Araquistáin, y a hacer que el pasado deje de ser ese territorio de enfrentamiento del que unos y otros quieren apropiarse en la idea de que así acallarán opiniones disidentes

La agradecida patria debería recordar a sus grandes hombres e insertarlos en el sistema de reconocimiento del pasado. El catolicismo del que se acusa al erudito, como si su condición religiosa lo explicara todo, en realidad no da ni la clave ni explica la dimensión de su obra, aunque su punto de partida fueran planteamientos católicos. Él, como la mayoría entonces, lo era, pero de su intransigencia religiosa juvenil se alejó para acercarse a posturas más abiertas, que le enfrentaron con sectores de la Iglesia para los que él mismo fue un heterodoxo. Por no alistarse en uno u otro bando, era demasiado liberal para los conservadores y demasiado conservador para los liberales. Si su pensamiento religioso influyó en los Heterodoxos —que era en principio historia religiosa—, no sucedió lo mismo en las otras obras que inició después: las relativas a Horacio, al mundo clásico, a los filósofos, a la novela, a la estética.

Su error biográfico, visto con la distancia del tiempo, es que desde su juventud estuvo sometido a los intereses y a la utilización por parte de otros (con los que a veces coincidió temporal o transitoriamente), de modo que sirvió más a los propósitos de terceros que a los suyos propios. Incluso en algo que puede parecer tan anecdótico como el modelo de ortografía que debería seguir y patrocinar la Academia, fue pasto de la manipulación, pues Julio Cejador, en 1919, ya muerto el erudito, falsificó una carta, supuestamente dirigida al presidente de la Española, Alejandro Pidal y Mon, en la que Menéndez prefería el criterio del uso y la mayor simplificación posible, una ortografía racional. Cejador, siempre enfrentado a la Corporación, se valió del prestigio del cántabro para lanzar un ataque a los académicos y autorizar su propio pensamiento ortográfico. Significativamente, el libro en el que incluyó la carta se titula Ortografía racional, mamarrachos académicos, o sea la R. Academia española juzgada por D. Marcelino Menéndez Pelayo. Carta inédita de este eminente crítico. Años después, al publicarlo en Madrid, Cejador cambió ese título por este otro: Mamarrachos académicos, o sea la R. Academia española juzgada por D. Marcelino Menéndez Pelayo. Carta inédita (¿) de este eminente crítico a D. Alejandro Pidal y Mon, dando más relevancia a la opinión que le merecían los académicos y manteniendo el papel protagonista del santanderino (Álvarez Barrientos, 2012b).

De modo que, como se ve, está olvidado, pero según. Para la enorme mayoría es un nombre que significa un tópico o un prejuicio, una idea de España trasnochada, para otros es una parada del Metro de Madrid o el nombre de una biblioteca, y para unos pocos un erudito. Para otros menos es alguien que se puede utilizar, también fraudulentamente, para que autorice las propias ideas. Es posible que, gustoso como estaba de ser protagonista, esta dispersión de su imagen y presencia, este variado modo de manifestarse en sociedad, le agradara, y cabe pensar que, quizá, la recreación de sí mismo que más le gustara fuera la del pícaro vagabundo hambriento y bien hablado de Los muertos no se tocan, nene, la novela que escribió Rafael Azcona.

J. Á. B.—CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Y REAL SOCIEDAD MENÉNDEZ PELAYO

 
 
 
  Insula: revista de letras y ciencias humanas