Cuando en 1919 Marcel
Duchamp escribió el nombre de París en un pequeño vial, saturado
con 50 cc. de aire parisino, no estaba haciendo en realidad algo
tan distinto de lo que hizo Jorge Manrique al rubricar —en la
copla XXXIII de las cuarenta dedicadas a la muerte de su
padre— el nombre de la Villa de Ocaña. Un aire efímero
—el de París, destinado a convertirse en souvenir; el del
último aliento de Rodrigo Manrique, capturado para siempre en las
Coplas— quedaba así confiado en un caso y en otro a un
espacio memorable: el del ready made, firmado por Duchamp; el del
planto, escrito por Manrique. En ambos casos se trataba de rendir
homenaje —irónicamente, a sus amigos Louise y Walter
Arensberg; elegíacamente, a su padre Rodrigo— a través del
recuerdo de un momento puntual a la vez que difícilmente
olvidable.
Al igual que Air de
Paris, la copla manriqueña aún da la impresión de condensar una
pequeña muestra de aire de la Villa de Ocaña. No en vano, tras
pronunciar su nombre, la respiración del propio Manrique parece
cambiar, dando lugar al único encabalgamiento interestrófico de
todas las Coplas. «La construcción lapidaria de estos versos»,
anota en su edición Vicente Beltrán, «no puede por menos que
afectar poderosamente al lector» (Manrique, 2000: 170). Tal vez si
Manrique no hubiera precisado —de esa forma tan absolutamente
despojada— el lugar exacto donde «vino la muerte a llamar / a
[la] puerta» de su padre, el lector nunca hubiera experimentado la
misma y poderosa emoción.
Pues el autor de las
Coplas emplea el nombre propio de un modo que bien podría
calificarse ya de moderno —tanto por la intimidad que el
poeta consigue desplegar a través de él como por el despojamiento
alcanzado en su dicción. Muy lejos ya del uso ejemplar que hace su
tío del nombre de «Buytrago», en el planto al Marqués de Santillana
(Gómez Manrique, 2009: 63), o del enaltecimiento de Sevilla, a
través del recurso analógico al Chevalier de la charrete, por parte
de Francisco Imperial, en el Dezir a la estrella Diana (Imperial,
1977: 21). Y es que en las Coplas la intimidad excede por un
instante a la tradición —sin dejar de apoyarse sin embargo en
ella, aunque solo sea ya para descartarla («Dexemos a los troyanos
[e romanos]. / No curemos de saber / lo de aquel siglo pasado »).
«Tu en as assez de vivre» —confesará más tarde Apollinaire,
calcando casi el tópico manriqueño— «dans l’antiquité
grecque et romaine» («Zone», Apollinaire, 2005: 7).
El gran hallazgo de
las Coplas estriba en el hecho no tanto de descubrir la actualidad
de lo intemporal como en el modo de hacerle participar al lector de
ese instante memorable: no a través de un pasado ejemplar, sino por
medio de lo más simple y concreto. Entre un historicismo de
decadencia y un optimismo intemporal —propio del Zeitfühlung
de la época—, las Coplas consiguen apresar, en pleno siglo
XV, una muestra de aire ambiente.
El instante como
efeméride
Un rescate, sin
embargo, que ya la poesía helenística y latina habían convertido,
entre el velo de lo genérico y la emoción del artificio, en uno de
sus más altos valores. No sorprende así que Baudelaire quedase
cautivado por el empleo del nombre propio que hizo la literatura
latina tardía (Benjamin, 2005: 332). Como no resulta extraño que
Kavafis reconociera en los epigramas alejandrinos la poderosa
emoción que podía ejercer el nombre de un desconocido. Pues el
nombre, casi como una metonimia del epigrama, refracta toda la
luminosidad del instante, por nimio o inefable que este sea.
De una precisión
matemática, pero no por ello menos evocadora, el nombre propio
registra el instante como si de una efeméride se tratase, como un
sello de nuestro paso por la vida, pero también como un cincel de
la historia, tal y como demostraron, de modos tan distintos, Pound
o Kavafis. De hecho, podría decirse que los 154 poemas del
alejandrino no son sino una propedéutica del nombre, dirigida a
aprehender el sentido de un determinado nombre en la vida de un
determinado hombre. Como el mismo Kavafis no deja de sugerir al
final de su lectura de la Odisea —en la traducción de Carles
Riba, «savi com bé t’has fet, amb tanta experiència, / ja
hauràs pogut comprendre què volen dir les Ítaques» («Ítaque»,
Kavafis, 1962: 14).
¿Cuántos poemas no
han nacido del rescate de un nombre, del eco de sus posibles
sentidos? «La Divina Comedia», escribe Walter Benjamin, «no es otra
cosa que el aura en torno al nombre de Beatrice » (Benjamin, 1989:
143), o lo que es lo mismo, la irrepetible aparición de su lejanía.
Como si el nombre fuera una piedra lanzada a las aguas del poema,
capaz de hacer visible el instante de su propia desaparición a
través de la onda expansiva producida por ese momento del pasado
—en el caso de Dante, por aquel viernes dos de febrero de
1274, en que frente a la iglesia de Santa Margarita escuchó por
primera vez el nombre de Beatrice. De igual modo que otros, antes y
después, soñaron o escucharon los nombres de «Melusina, / Laura,
Isabel, Perséfona [o] María» («Piedra de sol», Paz, 1989: 88).
Lista a la que hoy habría que añadir, qué duda cabe, el de Bronwyn
(Cirlot, 2001). Pocos poetas han meditado tanto como Cirlot acerca
de las infinitas combinaciones de un nombre —míticas,
metafísicas o fonográficas—, escuchado por primera vez no a
la salida de una antigua iglesia florentina, sino en la soledad de
un oscuro cine de Barcelona.
Sin olvidar que el
nombre del otro —Góngila o Leonor, Maximin o Cintia—
también puede ser rescatado del propio, como ya entrevió Catulo al
redimir el suyo de la declinación del de Lesbia (Catulo, LVIII,
2004: 96), declinando no tanto su forma como el paso mismo del
tiempo.
Caeli, Lesbia nostra,
Lesbia illa,
illa Lesbia, quam
Catullus unam
plus quam se atque
suos amavit omnes,
nunc in quadiviis et
angiportis
glubit magnanini Remi
nepotes.
A medio camino del
tempus fugit y de la autoironía («espacio y tiempo y Borges ya me
dejan», «Límites», Borges, 1999: 58), la poesía moderna ha sido
especialmente sensible a esta naturaleza especular («Contra Jaime
Gil de Biedma», Gil de Biedma, 1975: 142) al mismo tiempo que
lapidaria del nombre («esta fosa infame / que ahora lleva el nombre
/ de este Mandelstam...», Mandelstam, 1999: 18-19). Pues solo por
ser una forma de captura del tiempo, el nombre es a la vez una
lápida portátil y profética, el anticipo de una muerte en cualquier
caso siempre anunciada («Me moriré en París con aguacero [...]. /
César Vallejo ha muerto, le pegaban / todos, sin que él les haga
nada», «Piedra negra sobre una piedra blanca», Vallejo, 1997:
339).
De un modo similar a
las primeras fotografías modernas de la ciudad —las tomadas
de París por Eugène Atget— o al primer documental de ficción
moderno —el de Víctor Erice, captando los rincones
extemporáneos de Madrid—, la poesía del siglo XX ha hecho del
nombre una forma privilegiada de aspirar «el aura de la realidad,
como agua de un navío que se va a pique» (Benjamin, 1989: 75). Una
forma no tanto de reflejarla como de escuchar su resonancia, el
goteo diario e interminable de su incesante desaparición. Tanto es
así que la poesía moderna ha terminado por convertir la tradicional
estructura de canzoniere —reciclada canónicamente por Las
flores del mal— en una suerte de irregular diario íntimo,
donde historia y biografía se funden hasta hacerse casi
indistinguibles. ¿Cuántos poemas modernos no ostentan como título
las coordenadas de un instante, a la vez histórico y biográfico?
«Roma occupata. 1943-1944» (Ungaretti, 2000: 222); «Laude. 29
aprile 1945» (Quasimodo, 2005: 179-180); «Picasso-Guernica-Picasso:
1973»; (Valente, 2000: 463).
Si el siglo XX
perfeccionó hasta extremos hasta entonces desconocidos aquellos
medios destinados a apresar no solo el instante sino al mismo
individuo, también actualizó las formas para —directa o
colateralmente— hacerlo desaparecer («Parecía / como si todo
hubiera sido para siempre borrado. / Para jamás, me digo. / Para
nunca», «Sonderaktion, 1943», Valente, 2000b: 14). Como dos caras
de una misma moneda, el registro puntual de la realidad y su
extinción han terminado por transformar nuestra experiencia del
nombre. La historia se ha hecho así más que nunca anecdótica, al
mismo tiempo que la anécdota ha adquirido progresivamente un aura
de historicidad. El control totalitario del nombre propio por parte
de la burocracia y la publicidad ha terminado, a su vez, por hacer
de este algo banal y, por ello, más que nunca crucial para la
experiencia poética.
Experiencia y
culturalismo
A pesar de querer
construirse una suerte de «criptomemorias» (Valente, 2000: 450)
—de desaparecer o en su defecto de labrarse otras vidas,
otros nombres, otras voces—, el poeta moderno ha seguido
manteniendo sin embargo, aun con profundas reservas, su originaria
fidelidad a una cierta confesionalidad del instante. Si es cierto
que «no puede haber poesía auténtica sin intimismo, no todo
intimismo », como recuerda Guillermo Carnero, «ha de ser primario o
neorromántico» (Carnero, 2000: 42). Oscilando entre la ejemplaridad
íntima y el fetichismo, la poesía culturalista ha tratado de hacer
coincidir un tratamiento intensivo y extensivo del nombre. Un juego
de espejos en el que —a través de la apropiación de una
tercera experiencia — los mundos del autor y del lector
consiguen hacerse por un instante coextensivos. Un juego en el que
el poeta asume el riesgo, sin embargo, de bloquear toda intimidad
potencial del poema.
Una apreciación de
Catulo (LXIV) —en torno a las aguas de Sirmio—
atribuida a Poggio Bracciolini servirá así a Pound, tras su
estancia en Sirmione, para describir el color de las aguas no del
lago de Garda, sino de Venecia («The silvery water glazes the
upturned nipple, / As Poggio has remarked», Pound, 2002: 20). Cita
a la que a su vez, de nuevo ilusoriamente, recurrirá Gimferrer a
fin de rememorar una apreciación no tanto de Bracciolini como del
propio Pound, pero sobre todo el recuerdo de una oscura noche
veneciana... de «aquel año de mi adolescencia perdida, / mármol en
la Dogana como observaba Pound» («Oda a Venecia ante el mar de los
teatros», Gimferrer, 1968: 13). Solo si el lector es capaz de
atravesar, no obstante, dicho laberinto culturalista —ya
asumiéndolo, ya obliterándolo— estará en disposición de
acceder a la intimidad que le brindan ambos poemas; en caso de no
conseguirlo quedará reducido a simple turista, convirtiendo al
autor en el mejor de los casos en cicerone.
Y, sin embargo, junto
al empleo intensivo o elegíaco, la poesía siempre ha conocido un
uso extensivo del nombre propio, anterior al culturalismo. Pues el
nombre no solo identifica un instante, por propia definición
siempre está dilatando su singularidad a un conjunto abierto de
vivencias. Troya, Jerusalén, Roma, Cartago; pero también Aquiles,
Judas, Nerón, Aníbal..., nombres que, por antonomasia, apuntan
tanto a una cierta clase de hechos como a una determinada
naturaleza. Nombres como metonimias del hombre, pero también de la
historia. De ahí que no haya uno, sino infinitos «Orlandos de las
Jerusalenes del Ideal [y] Elesabethes de los Tannhäuser de la
poesía» («María Mercedes Basáñez», Herrera y Reissig, 1998: 645).
Pues el nombre puede pluralizarse solo en la medida en que se
singulariza, es decir, en tanto que admite incontables experiencias
íntimas de su realización («You can see, then, why, between my Eden
and his New Jesusalem, no treaty is negotiable», «Horae canonicae»,
Auden, 2006: 70).
Origen este tal vez
no solo del culturalismo moderno, sino de toda cultura: donde la
experiencia, auténtica o simbólica, transmitida por un individuo
—imaginario o real— puede ser asimilada por otro, en
afinidad o contraste, años e incluso siglos después. Así, la
experiencia urbana de Edipo en Tebas, de San Agustín en Cartago o
de Baudelaire en París servirá a Eliot para comprender mejor su
experiencia londinense (The Waste Land, Eliot, 1990: 77). Pero si
el nombre es el resultado de una comunidad de experiencia («Things
are as they seemed to Calvin or to Ane / Of England, to Pablo
Neruda in Celyon», «Description without place» Stevens, 1997: 298),
igualmente puede ser el origen de una de-sintonía, no menos fértil
desde una perspectiva poética. Baste recordar el conocido soneto de
Quevedo —«A Roma sepultada en sus ruinas»—, donde
coinciden, paradigmáticamente, un tratamiento intensivo y extensivo
del nombre: «Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma
misma a Roma no la hallas», Quevedo, 1999: 244)
Una experiencia no
muy alejada en el fondo de la del exiliado que —arrojado a la
historia de su propia biografía— expulsa una y otra vez su
ahora en dirección a un espacio aún existente pero ya periclitado
desde un punto de vista biográfico. «No, ese perro que ladra al sol
caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de
Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral
Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no
aquí, allí, allí» («Espacio», Jiménez, 1999: 101). Pues no solo el
instante se evapora, sino que lo hace en tantos lugares a la vez
que todo parece contribuir a despojarle de su pretendida
exclusividad.
Al igual que el
nombre propio, la data —entendida como el nombre del
día— ha oscilado así, en el tratamiento que de ella ha hecho
la poesía moderna, entre la intensividad del instante y la
extensividad del aniversario.
En torno a la
data
Si el nombre propio
identifica socialmente un espacio, o más concretamente, su
continuidad a través del tiempo, la data permite reconstruir una
totalidad de acontecimientos, los que tuvieron lugar, por ejemplo,
el 16 de junio de 1904 en Dublín, fecha en la que Nora Barnacle y
James Joyce tuvieron su primera cita. Cuando Apollinaire precisa,
por su parte, la fecha exacta del barzoneo de «Le musicien de
Saint-Merry» —«le 21 du mois de mai 1913» (Apollinaire, 2001:
48)— no lo hace tanto con el fin de apresar un instante
determinado, como para hacer confluir en él todos los hechos que
—no solo en ese ahora, sino en todos sus ecos
transcurridos— tuvieron lugar en el mundo durante ese breve
paseo. Circunstancia que resulta expresamente marcada por la serie
anafórica de adverbios que lucha por sugerir esa utópica
simultaneidad («ailleurs », «à ce moment», «en même temps»).
Procedimiento en el que puede verse, sin más, una técnica
predilecta de la vanguardia, pero bajo el que late —como
permiten comprobar las distintas fábulas y mitos que nutren el
poema— un deseo originario y primordial. «El poeta», como
afirma Rilke de Baudelaire, «él solo ha unificado [geeinigt] el
mundo, / que está en cada uno de nosotros escindido
[auseinanderfällt]» (Rilke, «Baudelaire», 2000: 484). Pues el poeta
moderno, especialmente, es aquel que no deja de lamentar, como
sugiere Pessoa a través de su ortónimo, «não ser eu toda a gente e
toda a parte!» (Pessoa, «Oda triunfal», 1970: 154).
La poesía moderna ha
recurrido a la data, en primer lugar, para dejar constancia de esa
escisión, pero también para dar cuenta de sí misma. Si en la
antigüedad el hecho inhabitual de la escritura garantizaba una
cierta perennidad a lo escrito, hoy, en medio de una textualidad
desaforada, la escritura —sobrepasada por el uso totalitario
de la imagen— cada vez se torna más errática e invisible. No
es nada extraño que la poesía —después de haber comenzado a
ser apartada, en los albores de la Revolución industrial, ya no de
la polis, sino de la configuración del mundo moderno— haya
sentido la necesidad de grabar una y otra vez una fecha bajo el
poema. «Pues en el mundo todo está al revés: / ¡Hay una Salamanca
silvestre / Para los pájaros sabios y rebeldes! », versos bajo los
que Mandelstam rubricará una fecha —«diciembre 1936»—,
recordando la muerte y el compartido confinamiento —no ya en
Voronej, sino en Salamanca— de don Miguel de Unamuno
(Mandelstam, 1999: 62-63).
Liberada del tempus
de la imitatio y consciente del vacío intrahistórico dejado por el
historicismo, la poesía moderna realizó el único periodismo posible
en aquél dürftiger Zeit: el del cuerpo —amenazado— en
su rescate del alma (Valente 2000c: 176). Entre la historia y la
crónica, el poema se ha convertido, siempre que se ha visto
precisado, en un espacio agónico de conmemoración («Mayo es hoy más
colérico y potente: lo alimenta la sangre derramada», «1 de mayo de
1937», Hernández, 1986: 357). Tal vez porque todo poema tiene su 20
de enero —como ha sugerido Celan— es capaz no solo de
invocar la simultaneidad de distintos momentos, sino en uno («in
Eins») el anual regreso de su conmemoración en las más distintas
lenguas y lugares. La data apunta así tanto a una simultaneidad de
efemérides como a la repetición de un mismo nombre en una serie
siempre ampliable de idiomas. Ella cierra una y otra vez una suerte
de anillo conmemorativo, una simultaneidad en ningún caso ajena,
exótica o cosmopolita, sino antes propia, tópica y provinciana,
como ese augurante 13 de febrero de 1936 conmemorado por Celan («In
Eins», Celan, 2000: 187):
Dreizehnter Feber. Im
Herzmund
erwachtes Schibboleth. Mit
dir,
Peuple
de
Paris. No pasarán.
Trece de febrero
—triplemente cifrado— en el que los activistas de la
Action Française atentaron en París contra la vida de Léon Blum,
nuevo presidente a la sazón del Consejo del Frente Popular.
Mientras, en vísperas de las elecciones del 16, en Granada, catorce
personas morían fusiladas, presagio de la inminente Guerra Civil.
La contraseña, el schibboleth —«no pasarán»— de Madrid
fue en muy poco tiempo así el de París, días antes del 14 de junio
de 1940. Pues el poema es también un histórico y oblicuo
Schibboleth, el recuerdo de una contraseña —un nombre, una
fecha— capaz de reconocer auroras gemelas, instantes
cíclicamente repetidos, ya que cuanto más irrepetible es una fecha
más condenada parece a reiterarse.
Paradoja que ha sido
vivida de muy diferentes modos, desde el dolor esquizoide de Celan
al lúdico pan-intelectualismo de Borges. Entre la especulación y la
ironía, Borges acudirá a la data a fin de enunciar la esencial
paradoja del tiempo, que hace tan banal como insustituible, en el
fondo, todo nombre o data. Un Borges cuya existencia, de hecho, ya
habría sido intuida en algún verso de algún anónimo poeta oriental,
o por los pasos de Paul Groussac junto a los anaqueles de la
biblioteca de la calle México; del mismo modo que la España del
Islam y la cábala continuarían existiendo «en Buenos Aires, / en
este atardecer del mes de julio de 1964» («España», Borges, 1999:
80). Pues toda realidad, según Borges, parece regresar
obstinadamente, como un texto ya escrito del que solo se pudiera
modificar ya no la ortografía, sino apenas la prosodia, la forma de
declamarlo, de exponerlo una y otra vez a su ilusoria
realización.
Anonimia, eros y
deixis. Epílogo
Cada vez menos
conscientes de la antigüedad de nuestros gestos, pocas vivencias
consiguen ya originar en nosotros la experiencia de la anonimia, de
la que no puede desvincularse en ningún caso la onomatología.
Esencialmente deíctica, la experiencia amorosa parece apelar por
igual a una magia del nombre y a una metafísica de la anonimia. De
ahí que el amante no deje de proclamar lo intrínsecamente
pronominal de su experiencia. «Enterraré los nombres»
—exclama así el amante de La voz a ti debida— «los
rótulos, la historia [...]. / Y vuelto ya al anónimo / eterno del
desnudo / de la piedra, del mundo, / te diré: / “Yo te
quiero, soy yo”» (Salinas, 1984: 64).
Si ha habido un poeta
moderno, sin embargo, que ha llevado el amor más allá incluso de su
deixis, ese ha sido Roberto Juarroz. Apenas seis dedicatorias en
mil doscientos poemas y ni un solo nombre propio, más bien todo lo
contrario: una profesión de fe acerca de la absoluta necesidad de
«desbautizar al mundo», de «sacrificar el nombre de las cosas /
para ganar su presencia» (Juarroz, 2001: 66). En uno de sus últimos
cuadernos, Juarroz parece sugerir una respuesta a esa pregunta que
ha fascinado a tantos poetas modernos: qué hacer para que el nombre
y la cosa, siendo tan radicalmente ajenos, lleguen un día a
coincidir. Si los nombres no son más que huéspedes de la realidad,
como alguna vez sugirió Celan, entonces, tal vez solo nos quede «no
llamar a las cosas por su nombre / y aprender a llamarlas / con los
gestos que salen de las cosas» (Juarroz, 2001: 168), para lo cual,
insinúa Juarroz, habría quizá que nacer y crecer con ellas
(Juarroz, 2001: 84).
Una fidelidad a lo
real tan antigua como la propia palabra poética, a la que ya
apuntaba Homero a través de la figura de Ericlea: la nodriza que
por ver nacer y crecer a Ulises, justamente, supo al final
reconocerlo. Y a quien por ello Homero otorgará, en dos ocasiones
(Od. I, 428; XIX, 436), el epíteto de «conocedora en fidelidad».
Epíteto que Carles Riba y Philippe Jaccottet traducirán,
respectivamente, como «atenta» (Homero, 1953: 37) y «devota»
(dévouée) (Homero, 2004: 316). Atención y devoción a una realidad
que el nombre y la data parecen atesorar en grado sumo, como ha
demostrado, sobradamente, la poesía moderna.
E. P.
C.—UNIVERSIDAD DE ÉVRY VAL-D’ESSONNE (FRANCIA)
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