Jordi Amat y José Ramón Conzález /
La Gran Guerra (1914-1918) en nuestras letras

A punto de cumplirse el primer centenario del inicio de la Gran Guerra, que asoló el viejo continente en una ola de violencia desconocida hasta entonces en la historia de la humanidad, parece oportuno dirigir la vista atrás para valorar, desde la distancia, el impacto y la repercusión que la contienda europea tuvo en el campo intelectual español. Es bien sabido que al margen de las consecuencias políticas y económicas de la declaración de neutralidad por parte del gobierno de Eduardo Dato, la guerra se convirtió en asunto de intenso debate público en la sociedad de la época, hasta el punto de que casi ningún intelectual pudo sustraerse a la exigencia de tomar partido, y tuvo que manifestar su pública adhesión a uno de los dos polos de lo que se planteaba como una oposición inescapable y particularmente rígida. O se estaba a favor de los aliados y se convertía uno en un representante de lo que la prensa denominó el sector «aliadófilo», o se decantaba por los imperios centrales, lo que le situaba automáticamente en el bando de los «germanófilos». Esta oposición tajante respondía a una dinámica de enfrentamiento y estaba justificada por la necesidad de delimitar nítidamente las posturas en conflicto, pero al mismo tiempo dificultaba la percepción de los matices y las posiciones particulares, y no solo porque la opción por un punto medio y equidistante entre ambos extremos, que parecía derivar de forma casi natural en la apuesta por la neutralidad y la no intervención, se convirtió en insostenible al ser reconfigurada conceptual y discursivamente como una defensa de los intereses de Alemania (la potencia agresora y la principal beneficiaria de la neutralidad española), sino también porque impedía calibrar adecuadamente las pequeñas variantes que una mirada más precisa y ajustada podría descubrir en cada uno de los extremos del espectro.

Así, por ejemplo, hubo aliadófilos que, en puridad, fueron más francófilos que otra cosa porque dudaban de los verdaderos intereses de Inglaterra (ese fue el caso de Alberto Insúa en los primeros compases de la guerra); o, por el contrario, hubo intelectuales que estuvieron claramente a favor de Inglaterra, como Pérez de Ayala o Ramiro de Maeztu, mientras manifestaban cierta tibieza —por no decir desconfianza— hacia Francia. O que se sentían emocional e intelectualmente muy alejados de un país como Rusia, gobernado por un régimen autoritario y profundamente antidemocrático (Prudencio Iglesias Hermida). Además, la visión que los intelectuales españoles tenían del país de los zares se volverá cada vez más compleja según se vayan conociendo los sucesos de octubre de 1917. Y sin duda podríamos descubrir similares inflexiones particulares en la posición de los germanófilos, que tampoco resultaba monolítica, porque junto a los verdaderos panegiristas de Alemania se situaban aquellos otros que apoyaban a los imperios centrales más por animadversión y antipatía hacia Francia e Inglaterra que por verdadero convencimiento de la superioridad política, cultural o técnica de Alemania.

Además, en el debate, cargado de apasionamiento, se ventilaban diferencias de política interna y de alcance nacional, que tenían que ver con la ideología de los diferentes sectores en pugna y con la visión de Estado que consideraban deseable para España. Así lo razona la panorámica trazada por el profesor Maximiliano Fuentes Codera, coordinador del importante dossier «La Gran Guerra de los intelectuales: España en Europa» que acaba de publicar la revista Ayer. Por eso no puede extrañar que los conservadores y reaccionarios, y los defensores de una política de orden y autoridad, se inclinaran por los alemanes, mientras que los sectores reformistas y progresistas, que buscaban consolidar formas modernas de democracia en nuestro país, mostraran, con muy escasas excepciones, su apoyo mayoritario a la causa de los aliados, cuya organización política encontraban digna de ser imitada. El enfrentamiento público de los defensores de uno y otro bando se desarrolló con especial intensidad en los medios de prensa —y hubo incluso revistas, como la barcelonesa Iberia, que nacieron precisamente para dar cuenta del conflicto desde un posicionamiento explícito— pero, si hemos de hacer caso a los testimonios de época, la discusión se trasladó muy pronto a otros espacios de sociabilidad y no hubo tertulia, agrupación o ateneo en donde no se reprodujese a pequeña escala el enfrentamiento entre partidarios de uno y otro bando. De algunas de estas cuestiones importantes, incluyendo la postura adoptada por alguna figura singular, como la de Eugenio D’Ors, se ocupan las páginas de este monográfico.

Pero aun hay más, porque un episodio concreto en este complejo proceso de reacciones y respuestas fue el protagonizado por los cronistas de guerra. La curiosidad del público, que quería tener noticia detallada de lo que sucedía en Europa y no se conformaba con la escasa e interesada información que ofrecían los partes oficiales, se conjugó con los intereses económicos y empresariales de los distintos medios de prensa, que descubrieron una oportunidad de consolidar y ampliar su negocio, y ambos factores propiciaron la creación de una importante red de corresponsales en las capitales europeas y la incorporación de periodistas profesionales y escritores como cronistas, con la encomienda de dar cuenta de los acontecimientos desde los frentes de batalla. De esta forma, figuras bien conocidas, que pertenecían a diferentes promociones literarias, se vieron convocadas a viajar hasta los escenarios de la guerra para transmitir un testimonio directo, que, por serlo, aportaba una mayor credibilidad a su información.

El trabajo realizado por estos reporteros eventuales, escasamente conocido y muy poco estudiado, fue importante y, puesto que no se limitaron a describir escuetamente los hechos bélicos, sino que los incorporaron a una narrativa que los dotaba de sentido, contribuyó a crear opinión entre los lectores de los principales diarios y revistas nacionales. Grandes nombres, como Palacio Valdés, Azorín, Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu o Pérez de Ayala, junto a figuras con un capital simbólico quizá algo menor, como Sofía Casanova, Juan Pujol, Alberto Insúa o el muy popular y controvertido Ricardo León, desempeñaron su nueva labor de cronistas viajando por Europa y afrontando con profesionalidades las dificultades y obstáculos que la tarea llevaba aparejados. Y de este trabajo se ocupan varios de los artículos incluidos en este número monográfico (contrastando en ocasiones lo publicado en prensa con lo recopilado luego en volumen), aunque, como es lógico, es mucho más lo que queda por decir que lo dicho. Las precisas y casi puntillistas crónicas de Azorín, las muy informadas de Ramiro de Maeztu, las novelescas de Zamacois o las crónicas de Pérez de Ayala, empapadas de cultura clásica, han quedado para una ocasión posterior. Confiamos, sin embargo, en que lo ofrecido permita hacerse una idea razonablemente precisa de lo que este fenómeno supuso.

Por último, una puntualización obvia pero necesaria: las colaboraciones incluidas en este número no agotan todo el espectro de posibilidades. Y no solamente porque, como acabamos de señalar, falten muchos nombres, sino también, y de manera especial, porque no se aborda aquí el territorio de la literatura en sentido estricto: esto es, la interesante producción narrativa y poética que tiene como objeto la Primera Guerra Mundial. Y eso ha supuesto dejar de lado importantes novelas, como Los cuatro jinetes del apocalipsis (1916), de Blasco Ibáñez, publicada inicialmente en folletín y que se convirtió muy pronto en un gran éxito internacional llevado a la pantalla, o De un mundo a otro (1916), de Alberto Insúa, relato con el que su autor quiso iniciar una serie de «Episodios internacionales» que lamentablemente no tuvieron continuidad (seguramente por la tibieza con que el que la obra fue acogida, tal y como se trasluce en las palabras que el autor incluyó en la reedición de la novela a principios de los años treinta). Pero también la amplia producción poética que, nacida al calor de las circunstancias, fue apareciendo en periódicos y revistas de muy distinta orientación (y a la que ya aludió Fernando Díaz Plaja en su conocido trabajo sobre aliadófilos y germanófilos). Hubiese sido interesante ocuparse igualmente de este amplio corpus literario, pero no todo cabe en un número de una revista y ya habrá oportunidad de abordar esas cuestiones en alguna ocasión posterior. Al fin y al cabo hay cuatro años por delante para recordar la Gran Guerra y para evaluar su profundo impacto en la cultura española (y nos consta que hay varios proyectos en marcha, como, por ejemplo, el de la revista Monteagudo, que, bajo el título de «La Primera Guerra Mundial y el acontecer literario en España: 1914», publicará un número monográfico en julio del año próximo). Es fácil así imaginar que, cuando la conmemoración de la hecatombe bélica culmine, dispondremos de un mapa detallado que nos permita entender cómo y hasta qué punto el medio cultural español se mostró receptivo a lo que sucedía en Europa y cómo supo, desde la periferia, participar activamente en una guerra que no fue solo de palabras, pero que tuvo en la palabra un potente instrumento de intervención y combate.

J. A.—Filólogo y escritor
J. R. G.—Universidad de Valladolid