Mariano
José de Larra y Sánchez de Castro nació justamente hace dos siglos
en el edificio de la antigua Casa de la Moneda, número 23 de la
madrileña calle de Segovia, donde trabajaba su abuelo. Doscientos
años en la tan densa historia de España no han supuesto merma
alguna en la presencia de este escritor en el ir y venir de las
letras, las ideas, las modas que han nutrido las sucesivas
promociones de poetas, prosistas, críticos, pensadores... Si otras
figuras del siglo XIX han padecido, tras su muerte, un eclipse
intelectual que los ha silenciado por completo, convirtiéndose sólo
en materia con que nutrir la industria universitaria, Larra depara,
hoy como ayer, una ejemplaridad literaria, ética siempre fecunda.
No constituye, por consiguiente, una simple sombra que surja del
pasado: es un contemporáneo, habita nuestro mundo, nuestras cuitas,
nuestras ilusiones.
Es,
pues, Fígaro un clásico en la acepción más pura del término: las
muchas relecturas a lo largo del tiempo lo han agigantado paso a
paso, dilatando su cuerpo textual por rutas apenas vislumbradas por
aquellos coetáneos suyos que fueron testigos de la detonación (por
decirlo con un famoso título) en el Madrid aterido del 12 de
febrero de 1837. Este Madrid ante el que, a diferencia de Mesonero
Romanos, Larra experimentó un desvío que iría acentuándose en los
últimos cabos de su existencia. Don Ramón «dentro» de la Villa
—al igual que Velázquez en el interior de Las meninas, según
observara Galdós—; Fígaro, al contrario, en discordia con las
gentes, las instituciones, los dogmas de la capital (Galdós, 1999:
114). Y ello pese a que sus artículos fuesen «lectura apasionada
del público madrileño desde 1828 hasta la víspera de su suicidio en
febrero de 1837» (Romero Tobar, 2007: 8).
Desajuste que tomará cuerpo, como es bien sabido, en «La nochebuena
de 1836» cuando el autor recorra las calles madrileñas como silueta
huidiza, ajena a las luces y ruidos que se cuelan por las ventanas
de los hogares en fiesta (y el artículo, aquí, parece tomar súbita
movilidad mudándose ya en prosa narrativa: casi un microrrelato).
Confiesa, en efecto, este dandi a la vez liberal y elitista que
Dos
horas, tres horas, y yo rondo de calle en calle a merced de mis
pensamientos. La luz que ilumina los banquetes viene a herir mis
ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de los panderos y
de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras se abre paso
hasta mis sentidos y entra en ellos como cuña a mano, rompiendo y
desbaratando (Larra, 1976: 553).
La
efigie que emana de estas líneas es, a no dudarlo, romántica. Pero,
¿sólo romántica? Ese desajuste, casi resulta ocioso recordarlo, no
dejaría indiferente a la gente nueva del Modernismo cuando, en sus
años de lucha juvenil, de hostigamiento al Realismo, de reacción
ante un idioma literario muy gastado y, a su vez, de extrañeza
también frente a la España del 98, recojan la fi gura de Larra como
ejemplo y, acaso, mito. Fígaro, ahora, transitando hacia el futuro,
‘encarnándose’ en Azorín o Baroja cuando tenga lugar el
homenaje ante su nicho el 13 de febrero de 1901, y en el que
depositan un haz de violetas: la violeta, flor de la melancolía...
Aprovechará la ocasión Martínez Ruiz para deslizar unas vibrantes
palabras, con las que subraya ese magisterio y esa reinvención de
la lengua castellana que alcanzó a materializar Larra, una lengua
ungida de imprevistos escalofríos emocionales. Porque
Sincero,
impetuoso, apasionado, Larra trae antes que nadie al arte la
impresión íntima de la vida, y con Larra antes que con nadie llega
a la literatura el personalismo conmovedor y artístico. La lengua
toda se renueva bajo su pluma: usado y fatigado el viejo idioma
castellano [...] aparece vivaz y esplendoroso, pintoresco y ameno
en las páginas del gran satírico (Martínez Ruiz, 1902: 235).
Fígaro
es un clásico, y clásico en el sentido más noble de la palabra:
cada nueva generación lo hace suyo y, en este acto de apropiación
gustosa, va revelándonos nuevas zonas de su escritura y de su mundo
moral. Personalidad por tanto compleja, plástica, inagotable...
Resuenan así en nuestra literatura múltiples voces que asedian a
Larra, lo interpretan, le dan vida desde esquinas muy diversas:
nada más lejos a una escultura egregia pero silente, impasible, con
un rictus inmóvil en sus labios de yeso. Y, a la par, la existencia
quebradiza, angustiada de Larra insufla nueva energía a esas voces,
a esas relecturas —un viaje redondo, si vale el símil de
inspiración bíblica.
Un joven
Leopoldo Alas nos brindará también «su» Larra, descubriendo en él
algo valiosísimo y, por desgracia, bastante anómalo en las letras
hispánicas: la riqueza expresiva del silencio que media entre
palabra y palabra, dado que Fígaro —comenta— «no sólo
se adelantó a su tiempo, sino que aun en el nuestro los más de los
lectores se quedan sin comprender mucho de lo que en aquellos
artículos de aparente ligereza se dice, sin decirlo» (Alas, 1881:
52). Clarín, pues, iluminado por Larra emerge ante nuestra mirada
como una premonición del Modernismo en lo tocante al arte de la
mejor escritura, una escritura que se purifica con el pálpito de
nuestras emociones más secretas: música callada, ya. Lo clásico,
así, avistando nuevos horizontes en inquieta reviviscencia
siempre.
Pero
medio siglo más tarde, en el convulso año de 1937, una nueva voz se
oye a propósito del centenario, ahora, de la muerte de Fígaro. Son
versos que irradian sutil melancolía y, asimismo, recogen un
paisaje dramático en cuyo seno impera el rojo de la violencia. El
poeta, Luis Cernuda, se dirige A Larra con unas violetas y en su
dedicatoria alude a cómo nuestra madrastra España aparece deshecha
ya y, empero, continúa siendo bella entre tantas tumbas, unas
tumbas que, además, remiten al pasado, por medio de un autonálisis
a todas luces implacable:
Y
nuestra gran madrastra, mírala hoy deshecha, Miserable y aún bella
entre las tumbas grises De los que como tú, nacidos en su estepa,
Vieron mientras vivían morirse la esperanza, Y gritaron entonces,
sumidos por tinieblas, A hermanos irrisorios que jamás escucharon
(Cernuda, 1974: 220).
Voces,
palabras, ecos: Larra no ha dejado a nadie impasible en estos
doscientos años transcurridos desde su nacimiento en la calle de
Segovia. Su savia artística y moral se derrama por entre docenas y
docenas de literatos de muy diversa vitola estilística o enseña
generacional. Clarín, Baroja, Martínez Ruiz, Cernuda, sí, mas a su
lado cabría añadir otros nombres no menos relevantes que se
sintieron —se sienten— fascinados también por un
escritor en el que el sarcasmo, la precisión conceptual, la mirada
casi felina que se abalanza sobre el mundo que le tocó vivir y las
súbitas inmersiones en su yo más recóndito conforman una obra sin
par: Ramón Gómez de la Serna, Vicente Aleixandre, Buero Vallejo,
Francisco Nieva, Juan Eduardo Zúñiga, Juan Goytisolo, Pedro
Gimferrer, Luis García Montero... Palabra ensayística ya y, como
tal, encaminándose hacia la conquista de una conciencia libre y
libre gracias al matiz, el debate íntimo, la dubitación: la prosa
larriana, ahora, como experiencia lírica.
ÍNSULA
no podía, por tanto, ser indiferente al recuerdo de un autor que,
volvamos a decirlo, es a la vez clásico y moderno, vivió y escribió
en el pasado (en un tiempo ya remoto para nosotros, habitantes del
siglo XXI), pero cuya pluma continúa atrapándonos estéticamente, y
nos alerta con no menos tensión en un plano civil: una escritura
imperecedera... Ya en 1962 ofreció nuestra revista un homenaje a
Fígaro y en sus páginas, protagonizadas también por los austeros
versos de Cernuda, vieron la luz artículos de maestros de la talla
de Ricardo Gullón, Carlos Seco o Robert Marrast. Nuestra particular
evocación, ceñida y sobria, se inclina por estudiar un Larra que
sigue todavía en la penumbra, a diferencia del periodista que
triunfó en el Madrid romántico: sus claroscuros mentales, sus
tanteos dramatúrgicos o sus juicios —repletos de
censuras— sobre prácticas teatrales muy de aquellos días.
Así, en
su artículo Joan Estruch explora el devenir político de Larra (no
exento de afanes tácticos), basándose para ello en su edición de
las Obras completas del escritor madrileño. Tras analizar prosas y
versos que la crítica ha desdeñado en demasía, llega a la
conclusión de que, consciente Fígaro de los peligros que asediaban
el tránsito hacia el liberalismo desde la monarquía absoluta, se
vio impelido a postular una suerte de «lealtad dinástica», para,
con ello, exorcisar el carlismo. Por su parte, Ermitas Penas
estudia a Larra como hombre de teatro en la triple perspectiva del
crítico, el adaptador de comedias de sesgo neoclásico y el creador
de dos piezas algo olvidadas: El Conde Fernán González, «drama
histórico de tendencia tradicional» y, sobre todo, Macías, donde
hace suyos los postulados del liberalismo progresista al «plantear
el amor adúltero como tema central». Finalmente, Diana Muela pone
el acento en una temática «poco estudiada» aún: el cuestionamiento
por Larra de la refundición teatral, pues entiende que excluye de
su circunstancia histórica la obra rehecha de ese modo. Ahora bien,
lo más «interesante» en los juicios larrianos es, sin duda, la
poética que «esconden», una poética nada abstracta y con
ramificaciones tanto sociales como políticas.
L.
B.—UNIVERSITAT DE BARCELONA
Bibliografía citada
ALAS, L. (1881): «El libre examen y nuestra
literatura presente», en Solos de Clarín, Madrid, A. de Carlos
Hierro, Editor, pp. 51-62.
CERNUDA,
L. (1974): «A Larra con unas violetas (1837-1937)», en Poesía
completa, ed. de D. Harris y L. Maristany, Barcelona, Barral
Editores, pp. 219-220.
LARRA,
M. J. de (1976): «La Nochebuena de 1836. Yo y mi criado.
Delirio
fi losófi co», en Artículos varios, ed. de E. Correa Calderón,
Madrid, Castalia, pp. 549-558.
MARTÍNEZ
RUIZ, J. (1902): La Voluntad, Barcelona, Imprenta de Henrich.
PÉREZ
GALDÓS, B. (1999): «D. Ramón Mesonero Romanos — D. Antonio
Ferrer del Río», en Ensayos de crítica literaria, ed. de L. Bonet,
Barcelona, Península, pp. 111-115.
ROMERO
TOBAR, L. (2007): Dos liberales o lo que es entenderse. Hablando
con Larra, Madrid, Mare Nostrum Comunicación.
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