Los antiguos retóricos distinguían, dentro de la
variedad, dos estilos capitales: redundante y dilatado, también
llamado asiático, el uno; conciso y ajustado, también llamado
lacónico, el otro. Con la modernidad, y más aún con la
posmodernidad, ha cambiado la perspectiva —no se llega hoy ni
a la redundancia retórica ni a la concisión expresiva de otros
tiempos— y a esos dos estilos suelen aplicárseles los
apelativos de retórico o literario al primero y de sencillo o
comunicativo al segundo.
En la narrativa actual —y el año 2010 no ha
sido diferente a los anteriores— se da una mayor
transparencia comunicativa con el fin de acercar la literatura al
lector. En consecuencia, y acorde con el signo de los tiempos, que
colocan a los medios por encima del mensaje y las formas, la
comunicación tiene preeminencia sobre el esfuerzo interpretativo y
sobre la excelencia de las formas.
Así, por un lado, la narrativa de hoy trata de
presentar la realidad y la normalidad tal como son para que se
inserten con facilidad en la normalidad del lector y él las sienta
cercanas. No faltan, sin embargo, excepciones que se proponen
descubrirlas e inventarlas, en lugar de retratarlas, como
manifiesta el narrador de una obra publicada en 2010: «... escribir
es descubrir. Vivir y escribir, contar para inventar la vida». Por
otro, la tendencia a la transparencia fomenta unas formas
literarias nada complejas en la escritura y en las técnicas
narrativas. Así pues, se produce una fiel correspondencia entre la
sencillez de la sintaxis de oraciones simples —y si se
recurre a las complejas, suelen ser coordinadas y escasa vez
subordinadas— y la sencillez de la técnica narrativa de un
punto de vista único que, cuando recurre al perspectivismo, no lo
hace para dar visiones diversas de la realidad, sino para aclarar y
evidenciar aspectos de la historia. De forma diáfana lo expresa la
protagonista narradora de una novela publicada este año: «Antes me
gustaba narrar, cultivaba una prosa alambicada entretejida de
frases complejas [...] Ahora me gustan las frases cortas. Los
puntos. Ahora soy terminante y tajante. Odio la solución de
continuidad sin final que suponen las comas». Tampoco faltan por
suerte obras narrativas, como se verá, que se apartan de esta
tendencia general.
Las caras diversas del presente cotidiano
Una de las corrientes narrativas más frecuentes en
los últimos años, que ha gozado y goza hoy de gran aceptación, ha
sido la presentación fiel de la vida cotidiana. Son novelas que
retratan el entorno social, familiar o personal, y el lenguaje de
la actualidad como algo normal, para que los lectores y lectoras se
identifiquen con sus personajes, reconozcan como propios o cercanos
sus ambientes y peripecias o asuman en una fácil catarsis las
fatalidades ajenas.
Dentro de este tipo deben citarse las que han tenido
una considerable difusión. Barrio cero (Planeta, Premio Fernando
Lara), de Javier Reverte, pretende ser una novela comprometida en
la que lo marginal funciona como excepcional: una inmigrante en
Madrid cuenta su miserable vida desde la infancia hasta el
presente, cuando es juzgada y absuelta, por asesinar a un capo
rumano al que culpa de enganchar a su hijo en la droga. Sin
embargo, lo que parece una denuncia social es sólo un cuadro
costumbrista actual, y lo que exhibe como sorprendente en sus
personajes es algo habitual en el tejido social de las ciudades de
hoy. Reverte busca la complacencia del lector: elige una historia
que impresione por su dramatismo y la escribe en primera persona
para que alcance una mayor verosimilitud. Lo que me queda por vivir
(Seix Barral), de Elvira Lindo, utiliza también la primera persona
(al final de la novela aparece de pronto la segunda) para que la
protagonista relate, en medio de recuerdos, su vuelta a Madrid en
los años ochenta con su hijo. Poco importa aquí lo que de
autobiográfico tenga la novela; interesa comentar, en cambio, que
la novela no se aparta de la normalidad cotidiana en las anécdotas
(peripecias laborales, relaciones amorosas o convivencia con los
amigos), en la caracterización de personajes tipo y en el lenguaje.
En la misma línea se sitúa Mantis (Alfaguara), de Mercedes Castro.
Más ceñida a la actualidad —en el fondo es un retrato de la
frivolidad actual—, la protagonista relata su día a día de
cocinera de moda, llena de éxitos, y sus aventuras amorosas, al
tiempo que recupera recuerdos, con un lenguaje fluido de sintaxis
sencilla y constantes diálogos.
Entre las formas narrativas que consiguen trascender
la pura cotidianidad del presente hacia otros territorios
imaginarios está la metaliteraria. Fiel a ella se mantiene Enrique
Vila-Matas en Dublinesca (Seix Barral), con la que prosigue su
personal diálogo con la literatura y su convicción de que la vida
es literatura y no al revés. La figura de un editor que organiza
con los amigos un viaje a Dublín para celebrar un funeral por la
era Gutenberg recorriendo los lugares que aparecen en el Ulysses de
Joyce, le sirve a Vila-Matas para crear un mundo de
intertextualidades con citas literarias y autores admirados que
logra un alto grado de configuración metafórica. Metaliteraria es
Expuestos (Menoscuarto), de Ernesto Calabuig, que cuenta el viaje
del protagonista a la Feria de Francfort y el encuentro con un
anciano que le ofrece una historia para escribirla. Calabuig ha
recreado de modo correcto el mito moderno del escritor en busca de
historias o, mejor, el del personaje en busca de autor.
Otras vertientes de desplazamiento de la vida
cotidiana se encuentran en las novelas itinerantes y las
fantásticas. Entre aquéllas destaca Viaje con Clara por Alemania
(Tusquets), de Fernando Aramburu, también metaliteraria, que, por
medio del recurso del viaje y el modelo del diario, va construyendo
el relato para analizar, a través de anécdotas cotidianas, la
relación de una pareja (un territorio de condescendencia y dominio
recíprocos) y escribir una narración densa y minuciosa, de ritmo
moroso, basado en el gusto por la musicalidad y el humor. Entre
estas, Lo que sé de los hombrecillos (Seix Barral), de Juan José
Millás, novela que, como otras del autor, parte de un arranque
ingenioso y propone el simbolismo en los límites de la realidad y
el sueño o en la figura del doble —todos tenemos un doble
canalla— instalado en la realidad del individuo; no obstante,
el pretendido acceso a las instancias ignotas de la realidad acaba
siendo un simple juego simpático y ocurrente.
La novela negra se instala igualmente en la
cotidianidad para ofrecer otra visión de la realidad. Un trabajo
nocturno (Calambur), de Xavier B. Fernández, con un lenguaje
correcto que a veces recurre a imágenes y metáforas gratuitamente
forzadas, recrea ambientes de lumpen y submundos de mafias y
trapicheos en los que se mueve un ex policía para indagar la
desaparición de un joven de buena familia. Más interesante es
Black, black, black (Anagrama), de Marta Sanz, que sigue con
fidelidad el modelo del género negro —investigación y
aclaración final por un detective del asesinato de dos
mujeres—, y aunque abusa de referencias a novelas y películas
negras y de un lenguaje directo, se adereza con guiños de humor
—despistes, pautas paródicas, amores extremos y líos entre
vecinos— y con tres narradores que cuentan la historia desde
puntos de vista diferentes: en la primera parte el detective, luego
un diario y en la tercera su ex mujer.
La expresión de la vida cotidiana alcanza a veces una
caracterización casi mítica cuando se articula en el aprendizaje
vital y sentimental. Agosto, octubre (Anagrama), de Andrés Barba,
en la línea de sus obras anteriores, es un relato de gran tensión
narrativa sobre la adolescencia como territorio de aprendizaje,
tanto de los sentimientos y la rebeldía frente a lo establecido
(primera parte, agosto) como de la búsqueda de la identidad ante lo
desconocido y marginal (segunda parte, octubre). En un ambiente de
clases sociales contrapuestas, el ansia de soltar amarras en el
descubrimiento del mundo y de liberación de los corsés sociales
hacen de su protagonista un personaje complejo, y la narración
notable y el lenguaje elaborado con imágenes y metáforas muy
plásticas hacen de esta obra breve una pieza excelente de gran
densidad.
El sentimiento y la relación inevitable entre el amor
y la muerte son los motivos de dos obras sobresalientes. En Azul
serenidad o la muerte de los seres queridos (Alfaguara), Luis Mateo
Díez, un maestro del lenguaje literario, golpeado por el suicidio
de una sobrina y por la muerte de una cuñada, reflexiona, narra y
recuerda para intentar comprender y entender el papel de la muerte
en la vida del ser humano. Mateo Díez acude a la reflexión para
medir las razones de la muerte, a la narración para estructurar la
trama y al recuerdo de otras muertes cercanas (abuelos, padres,
etc.) para soportar la condición de exiliado que deja en los vivos
la muerte de los seres queridos. En Tiempo de vida (Anagrama),
Marcos Giralt Torrente habla de la vida y la muerte de su padre, un
conocido pintor. Y no lo hace para entender la muerte, sino para
comprender la relación entre el padre y el hijo ante la vida y la
muerte. El autor recorre casi en forma de diario y anuario la
convivencia y las distancias entre ellos, las deserciones,
depresiones y silencios del padre; pero alcanza su clímax de
intensidad cuando narra su enfermedad y el hijo se dedica en cuerpo
y alma a cuidarlo, arropado por su madre generosa y desquiciado por
una madrastra depredadora. El sentimiento aflora en las palabras,
pero nunca enturbia el alto nivel de elaboración estética que
alcanza el lenguaje.
El pasado histórico
La novela histórica es una tendencia narrativa que
perdura con crédito en la literatura española, desde hace al menos
cuatro décadas, en sus dos vertientes formales más habituales: de
una parte, las narraciones que repiten las fórmulas tradicionales
del género y solventan las tramas con una estructura poco compleja
y un narrador único que ante todo persiguen la fluidez del texto;
de otra, las que rompen con los modelos tradicionales por medio de
tratamientos diferentes de la realidad histórica y de un lenguaje
literario elaborado.
Entre las primeras, que anteponen el tono épico de la
historia a otros intereses literarios y recuerdan con nitidez a los
episodios nacionales de antaño, hay tres títulos de gran difusión.
El asedio (Alfaguara), de Arturo Pérez-Reverte, es una novela que
mantiene intactos los recursos estilísticos y las referencias
habituales del autor. En el marco histórico del asedio de Cádiz en
1811, Pérez-Reverte construye una historia que aglutina aventuras,
suspense, pesquisas detectivescas, heroicidad, traiciones,
espionaje, ambientes aristócratas, bajos fondos y una historia de
amor fatal, con personajes típicos de este tipo de novelas. El
novelista encaja con habilidad estos ingredientes y se mueve con
presteza en una escritura de transparencia comunicativa: formas
verbales narrativas, oraciones coordinadas y simples, diálogos
rápidos y descripciones morosas.
Inés y la alegría (Tusquets), de Almudena Grandes, se
asemeja a la anterior en su proyecto de episodio nacional y en la
sencillez comunicativa del lenguaje, si bien recurre a tres
narradores, uno omnisciente y otros dos en primera persona (los dos
personajes principales) que tienen como misión aclarar las claves
de la historia. La historia arranca en la posguerra, cuando un
grupo de republicanos intenta invadir el valle de Arán en 1944, y
se alarga hasta 1977, después de que los protagonistas vivan años
en Toulouse y regresen finalmente a Madrid con la democracia.
Aparte de narrar los conflictos de la guerra y la posguerra y la
peripecia de su protagonista, Grandes ha contado una saga familiar
que progresa con la edad de la pareja protagonista.
En tercer lugar, Los acasos (Mondadori), de Javier
Pascual, mezcla el relato épico con las formas de los cronistas de
Indias para contar la peripecia de un militar español en el México
de finales del XVIII, de 1779 a 1796, los años previos a la
independencia del país. La fórmula elegida es la epistolar, unas
cartas del protagonista a su hermana en Cádiz que dan cuenta de sus
campañas contra los apaches y de los avatares de su carrera militar
sembrada de frustraciones. A ellas se añade alguna relación
oficial.
Entre la novela histórica y la crónica de
investigación periodística se encuentra El sueño del celta
(Alfaguara), de Mario Vargas Llosa. Con un narrador omnisciente y
una estructura que va alternando el pasado y el presente del
personaje, la novela cuenta la historia del irlandés Roger Casement
(1864-1916), primero diplomático al servicio de Gran Bretaña y al
final uno de los líderes nacionalistas de la lucha por la
independencia de Irlanda, por lo cual fue condenado a muerte. El
autor, con su habitual capacidad narrativa y su conocida actitud
por denunciar los abusos de poder, ha escrito la supuesta biografía
de un aventurero, calificado por unos de héroe y luchador contra
las injusticias y por otros de traidor e inmoral, pero sobre todo
la aventura del ser humano en lucha por la libertad, tanto contra
la esclavitud y las atrocidades (en las explotaciones de caucho del
Congo Belga y del Perú amazónico) como contra la invasión
extranjera (en Irlanda).
Dos novelas históricas publicadas en 2010 se apartan,
cada cual a su modo, del modelo tradicional de este género. La
primera, Riña de gatos. Madrid 1936 (Planeta, Premio Planeta), de
Eduardo Mendoza, responde al tratamiento paródico y carnavalesco
que siempre ha caracterizado a las grandes obras del autor. El
marco histórico, como dice el subtítulo, se centra en la primavera
anterior a la sublevación militar de julio de 1936 en un Madrid
convulsionado por las algaradas falangistas, el apoyo de los
grandes de España a la rebelión y el espionaje extranjero. El
arranque de la historia (un inglés experto en arte viaja a Madrid
para autenticar un supuesto cuadro desconocido de Velázquez) es
sólo un pretexto para crear un enredo político, histórico y social
en el que todo se vuelve del revés: los poderosos actúan como
plebeyos y éstos como seres honorables. Mendoza da la vuelta a la
realidad y pone en el mismo plano a aristócratas y delincuentes,
ambientes opuestos (el palacio y el lupanar), personajes dispares
(gentes de buen tono, espías, policías, políticos o prostitutas) y
figuras históricas caricaturizadas (José Antonio, Franco, Mola o
Queipo de Llano); pero, mejor aún, articula una trama sin fisuras,
con un protagonista ingenuo que está sin quererlo en el meollo de
todo y que recuerda a sus mejores creaciones, y completa un
discurso narrativo de intenciones paródicas y excelente musicalidad
con una sintaxis envolvente y compleja.
La segunda, El número de la Bella (Valnera), de
Emilio Pascual, es una novela histórica de hondas raíces clásicas,
sobre todo en la línea cervantina, por su cúmulo de aventuras (no
faltan los bebedizos ni los enredos por las falsas apariencias), la
técnica del relato dentro del relato, los manuscritos encontrados,
el perspectivismo de varios narradores y un lenguaje muy culto
cuyas referencias a otras obras la convierten casi en un libro de
libros. Estructurada en dos partes temáticamente relacionadas,
situadas en dos tiempos (los siglos VIII y XVIII), y tomando como
punto de partida la muerte de Beato de Liébana, la obra narra la
historia de amor entre un monje y una mora cristiana que perdura a
lo largo de varios espacios, viajes y tiempos, hasta más allá de la
muerte, y que se va descubriendo por medio de los informes
manuscritos de los narradores.
Entre el pasado y el presente
Igualmente, ha continuado en la narrativa española de
2010 una modalidad, que se asentó hace tiempo entre nosotros,
basada en la recuperación de la memoria o, en otro sentido, en la
expresión de un presente en el que influyen las circunstancias del
pasado, ya sean generacionales o históricas. Como en los apartados
anteriores, las novelas difieren entre sí por la óptica en el
tratamiento de la realidad o por el nivel de elaboración en el
lenguaje: unas copian la realidad en vez de inventarla y otras
ofrecen una visión diferente de las cosas y las circunstancias;
unas realizan un calco de los usos lingüísticos cotidianos y otras
intentan el mayor grado de excelencia literaria posible.
Lo que esconde tu nombre (Destino, Premio Nadal), de
Clara Sánchez, cuenta una historia cotidiana actual, pero derivada
de unos antecedentes históricos (el holocausto de la Segunda Guerra
Mundial) en la que un cazanazis desvela la identidad de un grupo de
alemanes del Tercer Reich asentado en el Levante español. Pese a
denunciar la impunidad de los delitos contra la humanidad, el
mensaje moral está por encima de su actuación narrativa: en la
novela flaquea la verosimilitud, tanto de la historia y del
desarrollo de la acción que cuentan alternantes los dos
protagonistas como de su propia caracterización, y el lenguaje se
identifica con la naturalidad del lenguaje cotidiano. Con un tono
más moderno en la estructura narrativa y las referencias culturales
de libros, discos y películas, pero con igual ambientación de la
vida cotidiana e igual intención en el mensaje moral, Media vuelta
de vida (Bruguera), de Carlos Peramo, es un relato de evocación de
juventud en primera persona cuyo personaje encuentra sentido a su
existencia anodina de pequeños lances familiares y amorosos en la
indagación histórica sobre el papel de los verdugos por garrote vil
durante el franquismo, después de conocer al hijo de uno de ellos.
El mensaje moral (la proyección del pasado en el presente) es, de
nuevo, superior a la elaboración literaria de la novela, aunque el
autor intente sorprender con un clímax inesperado en el desenlace.
Mayor interés ofrece Lausana (Mondadori), de Antonio Soler, que,
como suele ser habitual en el autor, ofrece una calidad notable de
escritura y de proyección simbólica. La protagonista narradora
viaja de Ginebra a Lausana para ver a su hijo, y ese viaje supone,
por un lado, el recuento de su vida en el viaje por la memoria, por
los recuerdos (su padre exiliado en Francia, su juventud, su
matrimonio, su soledad y sufrimiento), y por otro, la metáfora de
la vida, ya que la vida es en definitiva el viaje, cuya salida es
el recuerdo y cuya llegada es el presente.
Pero, sin duda, la novela más sobresaliente y madura
en esta modalidad es El amor verdadero (Siruela), de José María
Guelbenzu. El novelista ha contado una historia de amor que
permanece inalterable desde 1945, año en que nacen los
protagonistas y aparece la señal que augura su futuro en común,
hasta 2005; una permanencia que está por encima de las
circunstancias familiares, políticas e históricas y de los
problemas de la convivencia. Pero Guelbenzu no sólo ha creado una
historia de amor verosímil y ha desarrollado una reflexión sobre el
amor como fuente de la vida, sino que ha trazado una auténtica
radiografía de la generación que vivió en sus propias señas de
identidad el fervor político y social de la izquierda española,
hasta que sus integrantes se disgregaron por caminos muy diversos
(el poder político, el poder cultural, el consumo sin límites o la
corrupción, aunque también el de la fidelidad a la honradez pese a
todo), y que al tiempo tuvo que aprender a relacionarse con dos
generaciones tan diferentes como la de sus padres y las de sus
hijos y a soportar en sus propias carnes lacras tan penosas como el
sida. Y el novelista lo ha hecho como suele hacerlo casi siempre,
buscando en todo momento el sentido preciso de las palabras e
indagando en las técnicas narrativas para mejor transmitir la
dialéctica de su mensaje, en este caso a través de diferentes
puntos de vista narrativos que, de modo simulado, pues el recurso
se descubre al final, están manipulados por un narrador
pseudoomnisciente que se hace explícito en el desenlace.
Tres apuestas por la diferencia y la innovación
Además de los títulos subrayados anteriormente por su
calidad narrativa y estilística, conviene señalar tres novelas que
sobresalen por su apuesta en la innovación narrativa. Su valor no
reside en el descubrimiento de contenidos nuevos, sino en las
innovaciones estructurales o formales que aun hoy, cuando todo
parece estar descubierto, llegan a sorprender al lector. En
concreto, las dos primeras (una histórica y otra actual) derriban
las fronteras entre los géneros narrativos del relato y la novela
para construir una estructura biforme que se engarza en las
intertextualidades.
En primer lugar, La luz es más antigua que el amor
(Seix Barral), de Ricardo Menéndez Salmón, novela que trasciende el
género histórico. El autor traza una unidad complementaria con las
dos perspectivas esenciales del arte y la literatura, la ética y la
estética. Desde el punto de vista ético, toca temas consustanciales
al ser humano, como el dolor y el fracaso, de un lado, y de otro,
la libertad de la creación artística enfrentada en su génesis al
poder de la Iglesia, del mercado y del sistema político, o peor
aún, a su propia situación espiritual. Menéndez Salmón cuenta en
tres historias cohesionadas entre sí el dolor y el fracaso humanos:
pese al éxito, el reconocimiento o el dinero, todo en la vida de
los personajes parece ponerse en su contra. Ahora bien, la solución
final, por extrema que sea, mantiene en pie la defensa de la
libertad y la dignidad humanas que sobreviven a la enfermedad, el
suicidio o la locura de los protagonistas, tres pintores de
distintas épocas, uno real y dos imaginarios. Y como nexo entre
ellos, el escritor Bocanegra (del que se narran tres momentos
claves en su vida), que va redactando las tres historias en un
libro, de igual título que la novela.
A la reflexión sobre la acción del hombre en la
Historia y en el progreso de la cultura se unen las formas
literarias adecuadas. El autor enhebra una trama sutil cuya
estructura descansa en los recursos intertextuales que van cosiendo
la narración. En primer lugar, una narración especular que proyecta
unas en otras las historias en la voz de dos narradores en tercera
persona, el que escribe la novela, Bocanegra, y el que recupera su
peripecia. En segundo lugar, una organización en apariencia
fragmentaria, en la que las historias no son relatos con vida
propia, sino capítulos de una novela fuertemente armada por los
elementos suspensivos y los motivos temáticos que van forjando de
modo especular las líneas argumentales. Y por último, la escritura,
que rehúye la expresión vulgar e intensifica el gusto por el
lenguaje literario, culto y preñado de sentidos, que en todo
momento hace cómplice al lector en la interpretación de las
significaciones con su tendencia al aforismo, la elipsis y los
recursos retóricos.
En segundo lugar, Habitación doble (Anagrama), de
Luis Magrinyá, una obra desconcertante por su contenido y sobre
todo por su estructura y estilo, que comparte con la de Menéndez
Salmón el empeño por romper con el sistema previsible de los
géneros literarios y se aparta de ella al evitar en todo momento el
compromiso moral. El compromiso de Magrinyá es otro: el de concebir
la obra no como un producto cerrado y terminado, sino como una
construcción literaria en marcha, que se va haciendo en cada
capítulo mientras va conformándose el sentido. Como su título
indica, su estructura se organiza en la duplicidad, ya que los ocho
relatos que componen el libro se ajustan e interrelacionan en
parejas para constituir un sistema binario articulado de
significantes y significaciones, de modo que, aun teniendo
narradores, personajes, espacios y tiempos discrepantes y dispares,
no son una suma de textos, sino que alcanzan la entidad y la unidad
incontestables de una novela en sus conexiones e intertextualidades
y en la repetición de preocupaciones y motivos recurrentes.
La intención de Magrinyá, decíamos, no es transmitir
un mensaje moral o ético ni demostrar o convencer. Una obra en
marcha requiere del receptor para completarse como tal. Cuando el
narrador cuenta una anécdota o un momento psicológico o perfila una
situación, no lo hace para extraer una ejemplaridad, sino para que
el lector interprete el sentido que le resulte coherente. Nada está
establecido de antemano y el sentido descansa en su elaboración
retórica y estilística; en consecuencia, la obra es, entre las de
2010, la que exige mayor implicación del lector en la
interpretación del texto, porque si unas veces los motivos aparecen
claros (por ejemplo, el poco valor de la certeza, la aceptación de
las circunstancias o la incidencia de los demás en los actos
humanos), otras más los ha de descubrir el lector.
Y en tercer lugar, Nada es crucial (Lengua de Trapo),
segunda novela de Pablo Gutiérrez. Relato de aprendizaje de dos
personajes desde su niñez en la década de 1980 hasta su juventud
actual, recrea su evolución psicológica, social y moral, y su
rebeldía que alcanza un punto sin retorno al margen de las
convenciones y normas establecidas. Sorprende el rumbo existencial
de los protagonistas abocados a encontrarse: él, hijo de yonquis
urbanos, abandonado a su suerte y recogido por un grupo de
neocristianos fanáticos, contra los que se rebela, acaba siendo un
ser huraño y carne de delito; ella, de familia rural, abandonada
por su padre y descuidada por su madre que se empareja con un
fanático de la agricultura ecológica, responde huyendo de su yugo y
pisoteando la moral que le han enseñado. Pero no en menor medida
sorprenden las técnicas narrativas empleadas. Pese a algunos
defectos estructurales y formales (en especial al final de la
novela, cuyo desenlace demasiado rápido está aderezado de párrafos
algo engorrosos y sobradas referencias a la cultura del cómic),
Gutiérrez es un escritor que arriesga en sus recursos estilísticos
y retóricos, no cede a la cómoda facilidad y se aparta de los
lugares comunes y previsibles al utilizar una estructura innovadora
que discurre al ritmo de los alternantes puntos de vista narrativos
y de una escritura ajena al canon normalizado por el mercado.
S. A.—UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
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