Durante la última década se ha producido una
explosión de estudios consagrados al tema de la «literatura
mundial», hasta el extremo de que se ha afirmado que se trata, bien
de un tercer paradigma de la literatura comparada que se suma a los
paradigmas precedentes, el factualista-contactológico y el llamado
«nuevo comparatismo» (Abuín 2004), bien de una «subdivisión» entre
la literatura comparada y los estudios postcoloniales, a los cuales
complementaría (Thomsen, 2008: 21). Certifica la emergencia de este
tercer paradigma/subdivisión la publicación en Francia en 1999 del
libro de Pascale Casanova La République mondiale des Lettres
y en Estados Unidos la publicación entre 2000 y 2004 de los
trabajos de Franco Moretti, David Damrosch y la traducción inglesa
del libro de Casanova, así como tres antologías que adoptan (o
reemplazan la fórmula «literatura occidental» o «clásicos
occidentales» por) la fórmula «literatura mundial» en sus títulos
(las ya célebres antologías Norton, Longman y Bedford). En julio de
2011, con ocasión de la celebración del Congreso «The Rise of World
Literatures » en la Universidad de Pekín, se constituyó la «World
Literature Association» bajo la presidencia de Zhao Baisheng.
¿Qué resonancia tienen en España todos estos
acontecimientos? Dos hechos son evidentes. En primer lugar, la
academia española manifiesta en la actualidad un desinterés
generalizado por los estudios de literatura mundial. Y, en segundo
lugar, en los casos excepcionales en que se repara en el nuevo
paradigma/subdivisión, entre la «vía francesa» y la «vía
estadounidense» (¿una reactualización de las «horas» de Claudio
Guillén?), España se decanta claramente por la primera. Nada puede
ser más elocuente a este respecto que la recepción de la pronta
traducción al castellano del libro de Casanova haya sido tan
entusiasta en España como la recepción del original en Francia.
Si en septiembre de 1999 Nadine Sautel celebraba el
«défi autrement ambitieux» de Casanova al ofrecer «dans un langage
accessible à tous, une répresentation de l’univers
littéraire» a través del cual «elle nous entraîne dans un
espace-temps symbolique, avec son «méridien de Greenwich»», en
julio de 2001 Ricardo Senabre afirmó que nos enfrentamos a «un
ensayo de altos vuelos, ambicioso y bien planteado [...]. Se trata
de establecer los «principios de una historia mundial de la
literatura» alejada del tópico esquema que se basa en la
yuxtaposición de historias nacionales cronológicamente dispuestas»,
si bien no pasa por alto que «con una actitud muy galocéntrica,
muestra un desconocimiento absoluto de lo español». Y ya en el
ámbito de la crítica académica, si Christophe Pradeau y Tiphaine
Samoyault dieron por cierto el argumento de Casanova según el cual
«[t]outes les littératures n’ont pas le même rapport à
l’universel» (2005: 8), Antoni Martí Monterde ha recurrido a
Casanova como autoridad frente a una fase previa (¿superada?) de la
literatura comparada, en la que «el comparatismo es un
nacionalismo» (2005: 346).
No menos elocuente es el hecho de que el libro de
Casanova también haya sido condescendientemente recibido por los
investigadores de las otras literaturas «españolas», a pesar
de que una parte sustancial de su argumentación afecta a las
llamadas por Casanova «pequeñas literaturas» (2001: 231-268). A
título ilustrativo, Ur Apalategui (2000) trazó la trayectoria de
Bernardo Atxaga en el «campo literario vasco» a partir de los
postulados de Casanova, mientras que en los estudios gallegos el
número monográfico de Grial de 2005 (Da literatura
nacional á literatura mundial) incluyó una traducción de un
artículo de Casanova publicado ese mismo año en New Left
Review sin mayor discusión, y en los estudios catalanes el
libro de Casanova se ha empleado, por ejemplo, como referente en el
campo traductológico (Marco, 2010).
En principio, la sorpresa debería ser menor en el
caso de la recepción estadounidense del libro de Casanova, también
entusiasta, a partir de la traducción (ampliada) al inglés, que la
editorial de la Universidad de Harvard publicó en 2004. Y digo «en
principio» porque se debería tomar en consideración la invención
por parte de la academia estadounidense de la llamada French
theory (Lotringer y Cohen, 2001) y el capital cultural que se
le reconoce (aquí simbolizado por el sello universitario). Un caso
ilustrativo a este respecto es la reseña debida a Bali Sahota,
quien, si bien la publicó tres años después de la traducción
inglesa, no contrasta ninguno de los argumentos de Casanova con los
desarrollados en la propia academia estadounidense por
investigadores como Moretti y Damrosch. Tal vez todo esto explique
por qué, en una entrevista de 2005, Casanova no se planteó ninguna
necesidad de modificar o, cuanto menos, matizar sus postulados
básicos (ni siquiera bajo el ímpetu de las discusiones sobre la
littératuremonde), a los que proyecta dar continuidad a
través de «développer le travail sur les textes eux-mêmes» y «faire
une brève histoire du lien entre les théories (mêmes inconscientes
ou tacites) de la traduction et la position occupée dans
l’espace par les traducteurs» (Casanova y Samoyault, 2005:
149 y 150).
Efectivamente, el papel de la traducción en la
conformación del espacio literario mundial había sido considerado
por Casanova en La République. Pero permítaseme que lleve el
asunto de la traducción en una dirección no contemplada por la
autora francesa con el objeto de (re)situar la discusión sobre la
literatura mundial en/desde el castellano. Tómese como
fuente de información el Index Translationum, a pesar de todos los
reparos que pueda suscitar la fi abilidad de este banco de datos.
Si se introduce como criterio de búsqueda «los diez escritores en
castellano que más han sido traducidos a diversas lenguas », el
elenco que se obtiene es el siguiente: Gabriel García Márquez
(1.314 traducciones), Isabel Allende (796), Mario Vargas Llosa
(635), Miguel de Cervantes Saavedra (605), Jorge Luis Borges (549),
José María Parramón Vilasaló (456), Federico García Lorca (401),
Pablo Neruda (383), Julio Cortázar (340) y Manuel Vázquez Montalbán
(327). Este es, en consecuencia, el canon (de difusión) de la
literatura en castellano, un canon que contrasta
notablemente con la posición de algunos de estos escritores en los
respectivos cánones nacionales. Si a ello se añade que la
traducción ha sido utilizada precisamente como un criterio de
mundialización (Damrosch, 2003: 4), en caso de que este criterio se
acepte deberá concluirse que los diez escritores proporcionados por
el Index Translationum representan el núcleo de la literatura
mundial en castellano y un estrato de la literatura mundial cuya
importancia solo podrá determinarse mediante factores adicionales.
El Index Translationum nos dirá, por ejemplo, que Agatha Christie
(7.081), William Shakespeare (4.059), Julio Verne (4.567), Hans
Christian Andersen (3.207), Georges Simenon (2.263) o Herman Hesse
(1.447) ocupan una posición más «central» en el espacio literario
mundial que García Márquez, mientras que Dante Alighieri (689),
Stanisław Lem (595), Laozi (435) o Akira Toriyama (477) ocupan
una posición más «periférica».
Dada la imagen que de la literatura mundial en
castellano nos proporciona el criterio traductológico, una imagen
en la que es obvio el peso de la aportación «hispanoamericana»
frente a la «peninsular», cabe preguntarse si el entusiasmo con que
ha sido recibido el libro de Casanova en España debe cuestionarse a
la luz de las reacciones de otros territorios de habla hispana.
Es interesante señalar a este respecto que en
Hispanoamérica, como en España, la literatura mundial no es un
asunto candente de debate. Ello no significa, sin embargo, que las
tesis de Casanova no hayan sido acaloradamente rebatidas en el
mundo de habla hispana, un mundo que se concreta en esta ocasión en
algunos hispanoamericanistas que trabajan en la academia
estadounidense. Un ejemplo esclarecedor a este respecto es el
volumen editado por Ignacio M. Sánchez-Prado (2006a), en el que se
recogen las traducciones al castellano de un texto de Moretti y un
texto de Casanova (el mismo que en España ha conocido una
traducción al gallego) junto a las aportaciones de investigadores
de la literatura hispanoamericana. En la introducción,
Sánchez-Prado critica la «perspectiva nacional » que se mantiene en
los estudios de literatura mundial, que ejemplifica con los nombres
de Casanova y Damrosch (2006b: 16), mientras que Efraín Kristal
(2006), por ejemplo, cuestiona la centralidad mundial que Moretti
le reconoce a la novela, y Pedro Ángel Palou, en su condición de
escritor y académico (doblemente periférico, afirma, por escribir
en castellano y en México), argumenta en contra de la «comodidad
del eurocentrismo» de Casanova cuando habla de «condiciones
objetivas de universalidad» (2006: 309).
A tenor de los argumentos apenas mencionados de los
hispanoamericanistas citados y de la imagen mundial que la
traducción nos da de la literatura en castellano, no parece
desacertado concluir que una reflexión tanto sobre la literatura
mundial desde el castellano como sobre la literatura mundial
en castellano debe superar inconvenientes más serios que el
esbozado por Senabre meramente como «desconocimiento absoluto de lo
español». Y ello porque, en mi opinión, la pregunta clave es por
qué, excepción hecha de algunos hispanoamericanistas que trabajan
en la academia estadounidense, las recientes teorías sobre
literatura mundial son, bien acríticamente celebradas, bien
ignoradas, por las academias de expresión castellana en
Hispanoamérica y España (no abordo aquí para este último espacio
los casos catalán, gallego y vasco).
En el caso español, el diagnóstico más reciente sobre
la situación de la literatura comparada, por parte de una voz tan
autorizada como la de Jordi Llovet, señala que «en países como
Francia o España, ambos de estructura sólidamente jacobina o
centralista, la Literatura Comparada significa una especie de
cuerpo extraño en el seno de un ente cerrado y lozano, un virus
raro que [...] tiene pocas posibilidades de sobrevivir con
independencia o integridad » (Llovet, 2011: 123). Su diagnóstico se
extiende al caso catalán (¿podría hacerse también al gallego y
vasco?) por «los desmesurados esfuerzos que realiza para definirse
como «identidad»» (2011: 123) y muestra, en definitiva, los
obstáculos que la filología levanta ante la literatura comparada
como «el lugar donde se encuentran y articulan entre sí las
distintas literaturas de un continente, o las de todo el mundo, si
eso fuese posible» (2011: 121). Con seguridad, el diagnóstico no
sería muy distinto en el caso de los estudios postcoloniales, como
lo testimonia la recepción de que ha sido objeto el libro de María
José Vega (2003) en un país y una academia que han decidido
olvidar/borrar su pasado imperial.
Ya en 1994, en un trabajo premonitorio con respecto
al encaje institucional de la literatura comparada en la
universidad española, Darío Villanueva señaló con respecto a las
«posibilidades y límites de la literatura comparada» (1994: 107) la
necesidad de definir «literatura universal» y «literatura general».
Interesa aquí, obviamente, el primer concepto, que Villanueva
allega al goetheano de Weltliteratur (‘literatura
mundial’) y de cuya utilidad duda, pues «una «literatura
universal», como disciplina académica, suma de todas las
literaturas nacionales que en el mundo son y han sido, es una
quimera» (1994: 108). Igualmente reticente se había manifestado
casi diez años antes Claudio Guillén, quien también suscribe la
genealogía goetheana para subrayar que Weltliteratur es un
término «sumamente vago» que «se presta por lo tanto a muchos
malentendidos» (1985: 55).
Esos «malentendidos» a los que se refería Guillén, y
que Villanueva comparte, se concretan en definiciones de la
Weltliteratur como «suma de todas las literaturas
nacionales», «compendio de obras maestras o de autores universales»
o «grandes clásicos universales» (Guillén, 1985: 55 y 56), frente a
las cuales Guillén aboga por entender el concepto goetheano, que
traduce como «literatura del mundo», en una nueva triple acepción:
«literaturas [...] accesibles a futuros lectores de un número
creciente de países», «obras que en su itinerario real [...] han
ido y venido por el mundo» y «poemas que reflejan el mundo, que
hablan acaso [...] por lo más profundo, común o duradero de la
experiencia humana» (1985: 57-58). Algunos de los mediterráneos
recién descubiertos por la academia estadounidense ya habían sido
perfectamente cartografiados por Guillén, y no solo en castellano
(la reflexión sobre la Weltliteratur integra el capítulo
sexto de The Challenge of Comparative Literature).
No abordaré aquí por qué la academia estadounidense
ha «descubierto » lo que Guillén ya argumentara en 1985/1993.
Interesa, no obstante, proseguir con el rastreo de la escasa
fortuna de los estudios sobre literatura mundial en la academia
española, y para ello es determinante la elección conceptual del
pasaje antes citado de Villanueva: «literatura universal», y no
«literatura mundial», o «literatura del mundo», como prefiriera
Guillén. En efecto, la academia española/en castellano posee una
larga tradición pedagógica consagrada a la literatura universal
(ápud el concepto y genealogía franceses de littérature
universelle), desde el «modelo retórico» previo a 1845 con el
Plan Pidal, pasando por los cursos de literatura española y
universal de mediados del XIX, hasta la actual materia de
literatura universal del bachillerato. El propio Llovet coordinó en
1995 unas Lecciones de literatura universal, con respecto a
las cuales señaló su novedad en el marco pedagógico secundario y
universitario en las últimas décadas del siglo XX (1995b: 9). El
escaso grado de interés de la academia española por la literatura
mundial es, en consecuencia, el resultado de la combinación de, al
menos, dos factores: por una parte, el rechazo de la herencia
tradicionalista y reaccionaria de la «literatura universal », que
ni siquiera una sustitución políticamente correcta por «literatura
mundial» parecería mitigar por parte de la literatura comparada
(distinta es la situación de la literatura universal en la
filología) y, por otra parte, la situación disciplinaria de la
literatura comparada.
Es esa situación la que explica, así mismo, el hecho
de que la academia española carezca de una historia del
comparatismo en/desde el castellano. Semejante ausencia
proyecta la (falsa) imagen de la literatura comparada como una
disciplina que se practica en España desde hace pocas décadas, una
especie de Heathcliff que introduce la discordia en la familia
filológica y desafía al orgulloso Hindley, esto es, una teoría
literaria que, al decir de Guillén (2001: 59), reduce su contraste
empírico a la literatura española. Basta mencionar los nombres de
María Rosa Lida de Malkiel, Marcel Bataillon, Manuel Fernández-
Galiano, Estuardo Núñez, Fernando Lázaro Carreter, Antonio
Alatorre, Alan Deyermond, Martín de Riquer, José María Valverde o
Antonio Prieto para (re)conocer esa «intrahistoria» del
comparatismo hispánico al que solo injustamente se le podría
aplicar la máxima del comparatisme sans comparatisme.
En lo que resta de mi exposición, tan solo podré
practicar tres mínimas calas en esa intrahistoria de la literatura
comparada en/desde el castellano para la cual la literatura
mundial siempre ha sido, una vez más en palabras de Guillén (1985:
14), un «afán», un «deseo», un «sueño».
Antes de Weltliteratur: ogni
letteratura
Con la emergencia del paradigma de la literatura
mundial en la academia estadounidense, Goethe ha sido canonizado
como el lejano y prestigioso padre fundador como resultado del ya
célebre pasaje sobre la Weltliteratur en su conversación de
1827 con Johann Peter Eckermann. La academia alemana ha afianzado
este mito fundacional a través de la búsqueda de precedentes
(germanos) para el término supuestamente acuñado por Goethe, desde
August Ludwig von Schlözer hasta Christoph Martin Wieland.
No es mi intención participar en ninguna carrera cuyo
ganador sea quien antes haya propuesto el concepto. Ello no
significa, sin embargo, pasar por alto el hecho, no menor, de que
en sus viajes a Italia tanto Herder como Goethe tuvieran la
intención de entrevistarse con Juan Andrés (1740-1817), un jesuita
valenciano expulso quien entre 1782 y 1799 publicó, en siete
volúmenes, una historia de la literatura mundial bajo el título de
Dell’origine, progressi e stato attuale d’ogni
letteratura. Es verdad que, mientras la propuesta conceptual de
Goethe acerca de la literatura mundial puede describirse como una
cavilación orientada hacia el futuro sin ninguna aplicación
práctica, la historia de la literatura mundial de Andrés representa
una aplicación práctica orientada hacia el pasado sin ninguna base
conceptual. De hecho, Andrés nunca empleó en su historia fórmulas
como «literatura universal» o «literatura mundial». Sus usos más
próximos son ogni letteratura y tutta la letteratura,
cuyo significado se da por supuesto.
En cualquier caso, el plan de Andrés fue bien
concreto: ejecutar una «historia crítica de las vicisitudes que ha
sufrido la literatura en todos tiempos y en todas las naciones; un
cuadro filosófico de los progresos que desde su origen hasta el día
de hoy ha hecho en todos y en cada uno de sus ramos; un retrato del
estado en el que se encuentra actualmente» (Andrés, 1997: 8). La
oposición Goethe/Andrés representa simbólicamente otra variedad de
la división geopolítica Norte/Sur del conocimiento. La historia de
Andrés es, en buena medida, una respuesta tanto a esta división
Norte/Sur, representada por los ataques franceses contra España en
general (la leyenda negra) y la literatura española en particular
(Masson de Morvilliers), como a la división Sur/Sur por la que el
papel menor que se le reservó a la literatura italiana en el marco
europeo se consideró consecuencia de la influencia negativa
ejercida por la literatura española (Girolamo Tiraboschi, Severio
Bettinelli).
Andrés construyó su historia literaria mundial
mediante un enfoque crítico y comparativo y un universalismo
epistemológico y geográfico. Su obra aborda los orígenes de la
literatura, y en ella se discute las literaturas china, india,
persa, fenicia, caldea y hebrea, se analiza los fundamentos
grecolatinos y se estudia con gran detenimiento la literatura árabe
y su papel fundamental para el desarrollo de la literatura europea,
que comprende las literaturas española, italiana, provenzal,
francesa, alemana, inglesa, polaca, rusa, sueca, danesa y
neerlandesa hasta el siglo XVIII. Por lo que a la literatura
africana se refiere, Andrés propone la organización de «misiones
literarias» para recabar información, mientras que en el caso de la
literatura americana prevé un giro geopolítico y geocultural hacia
el Atlántico.
Esta historia de la literatura mundial gozó de un
éxito inusitado ya en vida de Andrés y poco tiempo después de su
muerte, como lo prueban las diversas ediciones y reimpresiones del
original italiano entre 1783 y 1838, su traducción al castellano
(también con diversas ediciones y reimpresiones) y al francés (solo
el primer volumen). Cuando se dotó la primera cátedra de historia
literaria en conexión con el Real Colegio de San Isidro en 1785,
los bibliotecarios Francisco Meseguer y Arrufat y Miguel de Manuel
solicitaron permiso a José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca
y ministro de Carlos III, para emplear los Orígenes como
manual, ya que todas las historias literarias de la época se
limitaban a un ámbito regional o nacional. Ciento cincuenta y
cuatro estudiantes se matricularon el primer año en el seminario
ofertado en el Real Colegio. El mismo permiso le fue concedido a la
Universidad de Valencia. Ambas instituciones fueron, pues, las
primeras en Europa en las que se enseñó literatura mundial.
Literatura extranjera como práctica
cosmopolita
Heredero de esa actitud comparatista por excelencia
que es la critique en voyage tal y como fuera definida y
practicada por Jean-Jacques Ampère, empapada ahora de un
orientalismo modernista, al guatemalteco Enrique Gómez Carrillo se
le deben obras fundamentales, hoy olvidadas, no solo para una
reflexión sobre la literatura mundial desde el castellano,
sino también para la conformación de una literatura mundial
en castellano si se toma en consideración su papel creativo,
pero también mediador, en el modernismo panhispánico. Me refiero en
concreto a Literatura extranjera. Estudios cosmopolitas
(1895) y Literaturas exóticas (1920), obras con las que
alguna deuda debió contraer Las 100 obras maestras de la
literatura universal ([1924?]). A ellas debe añadirse su
dirección de Cosmópolis (Madrid, 1919-1922), auténtico
órgano de difusión para el público hispano de las novedades
mundiales y puente entre España e Hispanoamérica.
En la dedicatoria a Leopoldo Alas incluida en
Literatura extranjera, Gómez Carrillo se enfrenta a ese
«peligro» que las diversas definiciones de literatura mundial han
intentado conjurar al limitarla a un cuerpo manejable (los
clásicos), esto es, el relativismo absoluto de los valores
estéticos. «Las “escuelas” me interesan menos que las
obras», afirma Gómez Carrillo, «y los sentimientos me preocupan más
que las palabras» (1895: i). Concluye que «dentro de la filosofía
literaria, es imposible tener principios invariables» (1895: i) y,
bajo ese prisma, presenta al público lector en castellano, apoyado
por la autoridad de las crónicas de Emilia Pardo Bazán en Nuevo
Teatro Crítico y de Leopoldo Alas, introductor de Georg
Brandes, autor, por cierto, de otro texto fundacional sobre la
literatura mundial («Weltliteratur», 1899), en primer lugar a
August Strindberg y Christopher Jacob Boström, para proseguir con
Gerhard Hauptmann, Whitman, Pushkin, D’Annunzio y la
«literatura exótica», que justifica por la apertura de «nuevos
horizontes a la imaginación» (1895: 87). Este argumento se
desarrolla de forma monográfica en Literaturas exóticas,
pero reorientado hacia el examen de la «europeización» de
literaturas contemporáneas como la turca, egipcia o japonesa.
Con Las 100 obras maestras, Gómez Carrillo
navega entre el Escila del nacionalismo literario a ultranza
(representado por «The Hundred Best Books», de John Lubbock), en el
que «los libros ingleses son [...] más numerosos que los del resto
del mundo», mientras que «[d]e España [...] no toma sino un libro
[el Quijote]» ([1924?]: 10), y el Caribdis de un
internacionalismo ramplón (representado por las «Cent
Chefs-d’Oeuvres Étrangers» de Maurice Wilmotte), que hace del
crítico literario un «diplomático» que obra «prodigios de tacto
para establecer una especie de equilibrio entre las naciones, según
su importancia histórica y política» ([1924?]: 12). Es de suponer
que Literaturas extranjeras y Literaturas exóticas
contribuyeron a la selección de las cien obras maestras, pero de
ellas solo conocemos las primeras veintiséis, desde los Salmos
hasta Kokusenya Kassen, incluido el gran icono de la «nueva»
literatura mundial pergeñada en los últimos años desde Estados
Unidos, esto es, el Gilgamesh.
«¿Qué deberemos entender hoy por
literatura universal?»
Esta es la pregunta que a la altura de 1949 se
plantea Guillermo de Torre en el ensayo «Goethe y la «literatura
universal»», incluido en Las metamorfosis de Proteo. Aunque
nada se sabe con certeza sobre las circunstancias que rodearon la
composición de este ensayo, puede, por una parte, deducirse la
influencia de la reciente publicación en 1946 del aún insuperable
estudio de Fritz Strich sobre el concepto goetheano, al que Torre
se refiere con detenimiento y, por otra parte, el enfoque y las
herramientas que la Weltliteratur le proporcionaba para el
trabajo que algunos años más tarde se plasmaría como Claves de
la literatura hispanoamericana.
Torre valora que «el concepto goetheano de la
Weltliteratur estuviera libre de todo enlace político,
solamente ligado con los valores del espíritu» (1956: 280). Esta
es, pues, su piedra de toque con respecto al tedioso debate sobre
«la singularidad y la unicidad de las literaturas », «el
nacionalismo y el internacionalismo intelectuales», frente a los
cuales Torre aboga por una «meta superfronteriza» (1956: 278). Meta
superfronteriza que pondrá a prueba en las citadas Claves al
argumentar que las literaturas de Hispanoamérica son derivación de
la española en oposición a las tesis nacionalistas. Al modo del
«Goethe universalista y, por ende, supraalemán» (1956: 280), un
Torre universalista y supraespañol se hace eco de los argumentos de
Albert Guérard (1940) para defender, por un lado, un acercamiento a
la literatura en Hispanoamérica como literatura en
castellano (1956: 285) y, por otro, rechazar la supuesta
superioridad de lo local frente a lo mundial. A semejanza del
entonces intuido incipiente proyecto federalista europeo, Torre no
descarta la posibilidad de un «mundo federal» en el que se
realizaría una «literatura universal [...] más equitativa »
(1956: 289).
Algunos años más tarde, y nada menos que en el marco
de la reforma curricular de la Universidad de Buenos Aires, Torre
propone la literatura comparada como la disciplina que debe
corregir las «limitaciones» de las otras disciplinas literarias,
pues aborda la literatura con «una óptica supranacional» (1970:
180) en su «auténtico dominio », la literatura universal, «pues la
comparación debe hacerse entre cumbres y no entre llanuras» (1970:
184). Y en ese espacio metafórico, Torre rechaza el «menor peso que
en la balanza internacional suelen alcanzar los valores de la
literatura hispánica» (1968: 57) en un capítulo significativamente
titulado «La cuestión de la universalidad y una queja
compartida».
«El único territorio»
Más allá de las sibilinas discusiones acerca de si la
literatura mundial es una nueva disciplina, un nuevo paradigma o
una nueva subdivisión, lo cierto es que la literatura mundial
siempre fue el objeto de estudio de la literatura comparada. No
menos cierto es que esa literatura mundial ha sido
eurocéntricamente concebida y reducida al canon occidental, en sus
diversas variantes. El renovado interés por la literatura mundial
debería constituir una (nueva) oportunidad para pensar su riqueza,
pero también sus contradicciones; una (nueva) oportunidad para
practicar la literatura comparada como «anhelo» (Guillén, 1985:
14), como el «único territorio que se acerque al dominio entrevisto
de la Weltliteratur» (Torre, 1956: 288), a pesar de que,
como reconoce Torre, la disciplina no ha logrado aún ser en el
mundo hispánico «la rama más lozana y frondosa del noble tronco de
la crítica literaria» (1956: 288). Para perseverar en ese anhelo
siempre insatisfecho, «¿de qué mundo, de qué mundos?» (Guillén,
1985: 14), es una pregunta que la comparación nunca debería perder
de vista en/desde el castellano. Ni tampoco se debería
olvidar que, parafraseando a Gérard Genette (1967), ya contenga un
libro, dos o varios miles, para una comunidad su biblioteca siempre
es su mundo.
C. D.—UNIVERSIDADE DE SANTIAGO DE COMPOSTELA /
STOCKHOLM COLLEGIUM OF WORLD LITERARY HISTORY EUROCOMP
(FFI2010-16165)
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